Desde el domingo de Corpus día 3 de junio de 2018, todavía bajo los efectos de la operación del lunes 28 de mayo, empecé a vivir una gracia especial en torno a la Eucaristía, este sacramento tan grande que Dios nos ha dado «como memorial de su pasión».

Memorial de su pasión… Memorial de su pasión… Memorial de su pasión… Yo vivía parte de su pasión en mi inmovilidad y debilidad. Y Dios me hizo la gracia de profundizar en la misa, que ya hace casi cincuenta y cinco años que he ido celebrando cada día. Y ahora desde hace unos catorce años en un lugar muy privilegiado como es el altar de las Carmelitas Descalzas de Santa Teresa de Vic. Su silenciosa participación, su fervorosa comunión con las dos especies y la calidad de su oración… nunca han dejado de estimularme y edificarme. Y la maravilla del altar barroco, que como la montaña de los santos del Carmelo está todo él centrado en el cartel Misericordias Domini in æternum cantabo (Sal 88,1), «Cantaré eternamente las misericordias del Señor», que es el gran lema de santa Teresa de Ávila, lema que dejó a sus hijas como una especie de testamento sagrado. Dado que la Providencia quiso que el papa Francisco me nombrara «misionero de la misericordia», todo me había conducido a querer y valorar más y más mi misa de las ocho de la mañana. Nada más entrar en la sacristía, ya quedo impactado con las palabras que las hermanas hicieron escribir, debe de hacer unos ocho o nueve años:

«Sacerdote que celebras… hazlo como si esta fuera la primera misa,
como si fuera tu única misa… como si fuera tu última misa.»

Añadiendo el hecho de que, como cada año, el capítulo 6 del Evangelio de san Juan, dividido en cinco partes, todas ellas empapadas de fuerza mística eucarística, llenó todo el mes de agosto… me fue inspirando el dedicar el mes entero a explicar los ritos y símbolos de la misa. De la santa misa. De la misa que me ha acompañado, enseñado, alentado, animado y sostenido toda la vida.

Y he intentado transmitir mi vivencia de manera espontánea y sencilla. Cada día he ido predicando lo que me iba saliendo del corazón. Sin más preparación que la que me ha dado la vida de sacerdote. Eso sí: también toda la vida he ido leyendo y meditando libros y escritos sobre la misa. Sobre todo, después de una crisis postconciliar —que corrigió san Pablo VI en su magnífica exhortación apostólica Mysterium fidei— por la que corría que, si el cura no tenía asamblea, no hacía falta que celebrara. Después, san Juan Pablo II nos escribió una carta, de las que publicaba cada Jueves Santo, en la que nos decía que, aunque celebráramos la misa solos, «abrazábamos el mundo». Esto me espoleó a querer conocer la misa a fondo, y, por lo tanto, a valorarla. A valorarla más y más. Y a intentar celebrarla en compañía de María. Algunos laicos y las hermanas carmelitas me pidieron que lo pusiera por escrito. Me costó aceptarlo, al principio. No me veía con fuerzas, puesto que he perdido mucho vigor físico y me empieza a temblar la mano.

Pero me fue entrando la convicción de que era voluntad de Dios. Y dos días antes de empezar el mes de agosto sentí interiormente la moción del Espíritu. Así comenzó la cosa. Si es de Dios llegará a buen término. Por eso hago esta súplica que es la oración del jueves después de Ceniza: «Señor, prevén nuestros actos con tu inspiración y continúalos con tu ayuda, a fin de que todas nuestras obras tengan en ti su principio y por ti lleguen a su fin.»

¡Que Dios sea alabado por siempre! Amén.

Mn. Joan Casas Griera
Capellán de las CCDD de Vic