La misa es la cosa más grande que hay en el mundo. Sin la misa la tierra ya se habría hundido. Toda la creación, todo el universo se aguanta y tiene sentido gracias a la maravilla de la misa. En ella toda la Trinidad se vuelca y salva a los hombres. Sin la misa no habría Iglesia ni buenos cristianos. Un día, estando de visita pastoral en Sant Pau de Segúries (diócesis de Vic), el párroco explicó al señor obispo que un abuelo venía cada domingo a misa siempre a pie y de lejos. Si alguien paraba el coche, decía: «No, gracias. Siempre he ido a pie, y mientras pueda, así lo haré. Es mi manera de homenajear a Dios.»

Sin la misa no tendríamos mártires. Nunca han faltado, en la historia. Benedicto XVI explicó en una pastoral el caso de los mártires del norte de África, creo que de un pueblecito llamado Bitinia, cerca de Cartago. Eran más o menos una cuarentena. Los soldados los cogieron y los llevaron ante el juez.

—¿Por qué os habéis reunido para vuestra oración en contra del mandamiento del emperador?

Sine missa non possumus —respondió un cristiano. «Sin la misa no podríamos vivir.»

Todos fueron condenados a muerte.

Miles de cristianos se han jugado la vida para poder ir a misa. En la catedral copta de El Cairo, unos grupos islámicos extremistas explosionaron una bomba durante la misa de Nochebuena, hará ya unos siete u ocho años. Murieron más de 140. «¿Volverán el año que viene?», pensé. Volvieron. Y volvió a explotar otra bomba. «La misa es nuestra vida», dijo un padre copto. Y en nuestra persecución religiosa del año 1936 fueron asesinados más de seis mil sacerdotes. Explicaba el siervo de Dios Guillermo Rovirosa, fundador de la Hermandad Obrera de Acción Católica, que vivía en Madrid en aquellos momentos, que cada día buscaban a un cura clandestino para celebrarles la santa Eucaristía. «Nos jugábamos la vida. Pero la misa era el alimento de nuestra fe.»

Sin la misa no se aguantarían nuestras comunidades. Lutero desvirtuó la Eucaristía y se cargó la vida religiosa y consagrada de monasterios y conventos.

Cuando, viniendo de la Casa Sacerdotal de Vic para celebrar la misa, paso cada día por la muralla de la rambla de los Montcada, me queda un buen tramo. Hay miles de piedras que miro orando. Con gran imaginación, veo un nombre sobre cada una. «Voy a pedir por todos ellos», me digo. Puedo rogar por toda la humanidad, porque Jesús da la vida por todos, sin excepción. Y subo contento recitando el Salmo 94: Venid, aclamemos al Señor, demos vítores a la Roca que nos salva; entremos a su presencia dándole gracias, aclamándolo con cantos. Bellas palabras de un místico enamorado. No pueden hacer ya que corran mis piernas, pero sí el deseo del corazón.

El deseo es esencial para poder obtener los frutos inmensos de la misa. En el Evangelio de Lucas, Jesús nos dice: Con ansia he deseado comer con vosotros esta cena pascual antes de padecer (Lc 22,14). Dado que los actos de Jesús tienen una dimensión eterna, porque es Dios y hombre, continúa teniendo este deseo vivo, antes de cada misa. Jesús desea intensamente que yo vaya a misa. Me desea. Cada mañana, subiendo la muralla hacia el altar del monasterio, siento este deseo, y ahora imagino que los miles de piedras son los miles de ángeles y santos de la gloria que alaban y adoran este deseo del corazón de Jesús, y les pido que hagan crecer mi deseo de celebrar bien y de poderlo recibir de nuevo. Porque el deseo es el lenguaje del amor. Y que se me ensanche el corazón para celebrar el «memorial» del Señor, que vale más que todas las oraciones que los hombres podríamos hacer en todas nuestras vidas. Porque la misa es un encuentro con el Señor. Nos hace entrar en relación con Dios. Y el camino de la vida es y debería ser para todos los hombres, en nuestro caso para todos los que viven en esta ciudad, el encuentro definitivo con el Señor. «Todos hemos sido creados para entrar en una relación perfecta de amor y llegar así a la plenitud de nuestro ser», dice el papa Francisco.

Maranatha. Ven, Señor Jesús. Señor nuestro, ven  (Ap 22,21).