Desde el bautismo, en el cual los cristianos recibimos la vida divina, nacemos, vivimos y morimos en el seno de la santísima Trinidad. Es, pues, normal que empecemos el acto más importante del día en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Todo lo que seguirá en la santa misa —plegarias, lecturas, signos que hacen referencia a Dios que nos ama porque se ama eternamente— quedará marcado por su presencia y lleno de su amor vivificante.
El «Nombre del Padre…» es el signo de la vida del cristiano. Todos los momentos que empezamos con solemnidad, los sacralizamos con este «signo», que fue lo primero que nos enseñaron nuestros padres. Nunca les estaremos lo bastante agradecidos por esta educación que hemos mamado desde nuestra más tierna infancia. Como, sin darnos cuenta, aceptamos nuestro bautismo y nuestra consagración a Dios que nos llevará a la vida celestial. Todos los días y noches de nuestra existencia quedarán marcados por este signo glorioso. Como en la misa, y gracias a ella, siempre empezamos los actos importantes del día «En el nombre del Padre…». En nuestros rezos, en nuestras comidas, en nuestros momentos que van santificando la existencia; especialmente cuando recibimos el perdón de nuestros pecados en la confesión, cuando se nos da la confirmación, en el sacramento del matrimonio, o cuando nos consagramos a Dios en la ordenación sacerdotal o en los votos de la vida religiosa.
Y esto nos lo ha revelado Jesús, nuestro Hermano mayor, nuestro Maestro y nuestro Esposo. Nos ha transmitido su experiencia de la vida divina. Sabe, siente y disfruta que Dios es su Padre; que él es su Hijo eternamente amado y que entre ellos se aman tan absolutamente con un Amor Infinito que denominamos Espíritu Santo.
¡Qué bonitos los gestos de las madres y catequistas que nos han guiado el brazo derecho para realizar correctamente el «Nombre del Padre»! No sabíamos el bien que nos hacían. Más tarde, ya misionero-catequista, he podido enseñar a hacerlo a centenares de hermanos africanos. San Pedro Claver es lo primero que enseñaba a los esclavos que llegaban vivos a Cartagena de Indias (Colombia). Nos dicen sus biógrafos que bautizó a 300.000, antes de que fueran mercadeados como ganado y se esparcieran por las diferentes partes de las colonias americanas. Dios sabe cómo, pero el hecho es que se sintieron amados por aquel Padrecito y entraron, como nosotros, en el corazón de la Divina Trinidad, que es el misterio de un Dios que ama y es amado, de un Dios que es amor. Por eso el hombre, creado a imagen de Dios, no se puede realizar viviendo y ya está, sino amando y sintiéndose amado.
Empezamos, pues, la misa en el nombre del Padre que nos ha creado, del Hijo que nos ha redimido habiendo tomado nuestra carne mortal, y en nombre del Espíritu Santo que nos santifica guiándonos y enseñándonos la plena Verdad, que es el Amor. Empezando la misa haciendo el nombre del Padre, creemos y confesamos que somos obra del Padre y que nos hemos incorporado a su Hijo único Jesucristo. Los bienes y riquezas del Padre son tesoro común de nuestra inmensa familia humana; también el universo que da vueltas por el espacio y la naturaleza que nos hace vivir con sus frutos, y tantas y tantas criaturas que vuelan por los cielos, corren por los mares y florecen solo para el goce de nuestros ojos. Todo es obra maestra de la sabiduría infinita. Vivimos todos en familia bajo la mirada amorosa de un solo Padre…
A María, madre nuestra por haber engendrado a nuestro Salvador, la invocamos en el rosario como «Templo y sagrario de la santísima Trinidad». ¡Que ella nos ayude a empezar siempre nuestra misa guiando nuestros gestos y ritos con su mano amorosa! Con ella y con los santos dejémonos sorprender por Dios, que nos ama en nuestras fragilidades y nos lleva de nuevo al primer llamamiento del paraíso: el de ser imagen y semejanza suya.