—Que la gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor de Dios Padre y el don del Espíritu Santo sean con todos vosotros.
—Y con vuestro espíritu.
La misa es un diálogo de amor que, saliendo de la Trinidad, se abre a toda la Iglesia y a cada asamblea viva.
Este saludo del sacerdote es profundamente teológico y bíblico. Procede de la segunda carta a los Corintios (2Co 13,13). Y la asamblea responde: «Y con vuestro espíritu.» Yo me siento reconfortado con esta respuesta de la asamblea y, por tanto, vuestra.
He saludado a los hermanos deseándoles, en primer lugar, la gracia de nuestro Señor Jesucristo. Jesús está siempre lleno de gracia y de verdad. Es el Hijo de Dios. Es hijo eternamente. Por lo tanto, eternamente humilde y eternamente entregado al Padre. Se ha encarnado obedeciendo al Padre. Obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz (Flp 2,8). No puede haber obediencia sin amor total, humildad total de renuncia y confianza ciega.
El acto de fe que hace el sacerdote cuando lo expresa a todo el mundo, especialmente a los que escuchan su misa, es un acto de fe gozoso, alegre y confiado. Recuerdo que en África esto me emocionaba, en aquellas asambleas masivas de centenares de fieles. Yo sentía —la realidad, solo Dios la conoce— que los neófitos adultos, bautizados hacía poco, o que en Pascua venían a bautizarse, estaban contentos de oír este saludo. Conocían a Jesús. Habían hecho cuatro años de catecumenado y deseaban vivamente el bautismo. Pues sí, sentía dentro de mí que Jesucristo estaba afanoso por entregarse a todos ellos y darles la plenitud de su gracia; es decir, de su vida, de su sumisión al Padre, de su infinito deseo de hacer criaturas redimidas en homenaje a la santísima Trinidad.
Segunda expresión de este sublime saludo: «el amor de Dios Padre». Dios se nos revela siempre como Padre. Como el padre del hijo pródigo que espera dolorosamente a su hijo cuando vuelve a casa. Y este se encuentra con la puerta siempre abierta y cae en los brazos abiertos del misericordioso padre que lo abraza largamente, dice Lucas 15,20. Y hace una fiesta por él, matando el novillo cebado e invitando a todo el mundo.
Un catequista ruandés de Busanane, que había venido a buscarme para acompañarme a celebrar misa en su escuela-comunidad, mientras andábamos las dos horas que tardábamos, hablábamos de Dios y de la grandeza de nuestra fe, y de pronto se para, me mira y me dice lleno de admiración: «¿De verdad que Dios es mi Padre? ¿Como mis cinco hijos que me dicen “padre” y confían en mí y me piden la comida de cada día?» «Sí, Bartolomaio —le dije yo —, y mucho más todavía. Porque Dios nos ama desde antes de la creación del mundo, para salvarnos nos ha dado a su Hijo hasta la cruz y nunca, nunca, nunca nos puede abandonar.» Bartolomaio hizo silencio, volvió a arrancar el paso delante de mí y sentía que iba hablando bajito. Yo callaba admirando y agradeciendo aquello que dijo Jesús: «Gracias, Padre, porque has revelado estas cosas a los sencillos y pequeños…» (cf. Mt 11,25).
Y la tercera expresión: «… y el don del Espíritu Santo sean con todos vosotros.» El Espíritu Santo es Dios que nos da los dones para poder vivir siempre en su presencia; para verlo presente en las personas y acontecimientos, y sobre todo para agrandar nuestra plegaria. Dice el Evangelio de Juan 7,37: Si alguien tiene sed, que venga a mí… porque la Escritura dice: De su interior brotarán ríos de agua viva. Del Espíritu sentimos el rumor, dice Jesús. Es como el viento, no sabemos de dónde viene ni a dónde va. Nos inspira y nos hace hablar de los secretos de Dios. Es el dador de los siete dones y nos lleva hacia la vida eterna. Solo pide que lo deseemos y que tengamos sed. «Sin el Espíritu Santo, Dios queda lejos, Cristo queda en el pasado, el Evangelio es letra muerta; la Iglesia, pura organización; la autoridad, tiranía; la misión, propaganda; el culto, simple recuerdo, y la praxis cristiana, una moral de esclavos. Pero en él, en una sinergia indisociable, el mundo es liberado y gime en el nacimiento del Reino, el hombre está en lucha contra la carne, Cristo resucitado está aquí, el Evangelio es potencia de vida, la Iglesia significa comunión trinitaria, la autoridad es servicio liberador, la misión es Pentecostés, la liturgia es memorial y anticipación, la acción humana es divinizada» (Ignacio, patriarca de Antioquía, de la Iglesia greco-ortodoxa).
—«Y con vuestro espíritu» —responden los fieles. Los buenos deseos vuelven hacia el espíritu del que celebra. Me ayuda mucho, esta respuesta. Entiendo que es proporcionalmente intensa, como lo ha sido la mía. Porque la asamblea de la Iglesia es el Cuerpo de Cristo. En ella, pues, nos habla Cristo¸ probablemente con mucha más intensidad que la mía. Estoy convencido de ello, porque de algunas me han dicho que buscan la santidad tan intensamente como les es posible. Vic es la «ciudad de los santos». En este momento la diócesis tiene sed de canonizados. «Pues yo quiero ser la octava», me dijeron de una monja.
Realmente considero un privilegio excepcional poder ser el capellán de esta iglesia. Y, por lo tanto, de esta comunidad.