«Hermanos, antes de celebrar los sagrados misterios, reconozcamos nuestros pecados. (Breve pausa en silencio)»
«Hermanos…» Esta palabra nos pone en plan de igualdad. Es la primera vez que sale en el ritual de la misa. Es muy importante que todos nos sintamos hijos de un mismo Padre. Es muy importante que, antes de tener conciencia de que somos comunión de santos, gracias a Jesús que es «el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo», confesemos que somos todos, sin excepción, comunidad de pecadores. Y que todos «juntos hacemos camino», como dice uno de nuestros cantos populares.
Empezamos, pues, la Eucaristía tomando conciencia de que realizamos un éxodo, como el pueblo de Israel en la salida de Egipto. Hacemos simbólicamente la travesía de un desierto difícil. Es el desierto penitencial de reconocernos pecadores, de humillarnos mutuamente y de aceptarnos necesitados de penitencia. Juntos queremos ser fieles a lo primero que nos dice Jesús en el Evangelio de Marcos (1,14): Convertíos y creed en la buena nueva. Nos confesamos hermanos, pecadores, para ayudarnos y estimularnos a continuar bien aquello que acabamos de empezar, confesando el ideal común de vivir la Pascua «nueva y eterna».
«Antes de celebrar los santos misterios.» Es una expresión antiquísima, que probablemente nos viene de las catacumbas. Pienso en san Sixto II y sus diáconos, san Lorenzo y san Vicente. El emperador Valeriano los hizo martirizar en el año 258. Fueron descubiertos celebrando en las catacumbas de San Calixto. También murió mártir, el mismo año, el niño san Tarsicio. Le habían confiado la Eucaristía para que la llevara a un enfermo; compañeros suyos, al verlo pasar tan recogido y protegiendo «los santos misterios» (así se lo dijeron los diáconos), lo apedrearon. Un soldado cristiano lo llevó a las mismas catacumbas, donde fue enterrado. Es muy importante ir a lo que es fundamental, esencial, a través de lo que se ve y se toca, en la celebración del gran sacramento de la Eucaristía. La petición del apóstol santo Tomás (cf. Jn 20,25) de poder ver y tocar las heridas de los clavos del cuerpo de Cristo («si no, no creeré») es el deseo de poder «tocar a Dios para creer en él». Lo que Tomás pide, en el fondo es lo que todos quisiéramos para reconocerlo.
Los sacramentos, los «santos misterios», salen al encuentro de esta necesidad humana. Los sacramentos, y la celebración eucarística en particular, son los signos del amor de Dios, «las formas privilegiadas de reunirse con él», como nos dice el papa Francisco.
Por los «santos misterios» nuestros hermanos de los tiempos de persecuciones violentas daban la vida. Ahora, pues, nos disponemos a celebrarlos. Nuestra fe tendría que ser tan viva que, al menos en el deseo, deberíamos estar dispuestos a dar la vida para protegerlos.
Una niña china que se llamaba Lee y a la que preparaban para la primera comunión, se encontraba en la iglesita de su pueblo cuando entraron disparando los soldados de Mao-Tse-Tung. Destrozaron el altar y el sagrario. La Eucaristía (creo que eran treinta y una sagradas formas) se esparcieron por el suelo, todavía no pavimentado. Ella, pequeñita, estaba escondida detrás de una columna de madera. Y decidió ir cada día a comulgar con una sagrada forma que tomaba directamente con la lengua. El último día, habiendo tomado y sumido la sagrada comunión, un soldado la vio y la mató de un disparo de fusil. Lee protegía «los santos misterios». ¿Cómo nos tenemos que preparar nosotros para recibirlos bien?
Pues «reconociendo nuestros pecados»; mostrando humilde arrepentimiento ante la infinita misericordia divina; rezando bien y, todos juntos, orando los unos por los otros, y pidiendo la gracia de no volver más a pecar.
Esta petición la hacemos por todos los pecadores de la Iglesia y de todo el mundo. Nos disponemos a ofrecer el sacrificio de la cruz y nos unimos a Jesús que muere «en remisión de los pecados», como escucharemos en la consagración.
Esto pide echar un vistazo sobre los pecados de nuestra vida y sobre los pecados del mundo entero.