Este acto de contrición lo hacemos todos juntos. Cuando digo todos, quiero decir sacerdote y asamblea, sacerdote y carmelitas. Asamblea e Iglesia toda, asamblea y humanidad y finalmente asamblea y todo el universo. Porque «yo» somos todos. Y diciendo «confieso ante Dios Todopoderoso» nos referimos al Señor absoluto de todas las almas, de todos los hombres y de todo el universo.

Tenemos que entrar en la misa con humildad, con una gran humildad. Porque Dios, que es Todopoderoso, es absolutamente humilde. Dios es humilde es un libro de un jesuita francés que, en mi juventud, me impactó enormemente. Lástima que se me extravió y ahora no se encuentra en ninguna parte. El autor se llamaba François Varillon.

Un día, acompañando a un grupo de jóvenes de confirmación en el Mas Blanc (entre Centelles y Sant Quirze Safaja) de la provincia de Barcelona, manso donde vivía una pequeña comunidad de monjes, uno de ellos preguntó al conferenciante:

—Entonces, ¿cómo es Dios? ¿Qué veríamos si se hiciera visible?

—Nada —respondió—. Dios se da del todo. El Padre se da al Hijo totalmente. Y el Hijo al Padre totalmente, y el Espíritu Santo es el don en estado puro. Pues, no veríamos nada: un vacío, un agujero negro.

Así nos tenemos que ir transformando: en un vacío, un agujero negro. Lo mío, lo nuestro tiene que desaparecer. Quien me quiera seguir que se niegue a sí mismo y tome su cruz (Mt 16,24), nos dice Jesús. Es oportuno traer aquí el ejemplo de la pequeña carmelita palestina Mariam de Jesús Crucificado, nacida en Abelín, cerca de Nazaret, el 5 de enero de 1846. Me hizo gracia, porque yo también nací el mismo día, noventa y cinco años más tarde. Santa Mariam fue canonizada el 17 de mayo de 2015. Su vida, llena de maravillas, destaca por su humildad. Decía a menudo de sí misma: «Solo soy polvo y ceniza», pero Jesús se sirvió de ella para fundar el Carmelo de Belén, del cual recibió los planos y dirigió las obras, ella que era analfabeta. Mariam se sabía pequeña y disfrutaba de serlo. «Solo soy una pequeñez.» Estaba convencida de que su única grandeza consistía en el hecho de que Dios pone su mirada en los pequeños y los trata con misericordia. Ella se sabía observada por Dios, herida de amor… y esto porque era débil e ignorante. «La santidad —dijo— consiste en crecer en humildad… En el paraíso las almas más bellas son aquellas que han pecado mucho pero que se han servido de sus miserias como los árboles se sirven de la basura para crecer. En el infierno se pueden encontrar todas las virtudes menos la humildad; en el cielo se encuentran todos los defectos menos el orgullo.» «Yo no tengo voluntad —decía también—, es de Dios. Y todo lo que es de Dios es mío.» La humildad es atrevida. Después de una gran prueba, dijo: «¡Venga, despertemos al universo! ¡Madre, todo el mundo duerme! ¡Y Dios tan bueno como es… nadie piensa en él! Venga, despertemos al universo…» Murió poco antes de cumplir treinta y tres años, construyendo el Carmelo de Belén, diciendo: «¡Jesús mío, misericordia! ¡Por favor, misericordia!»

«He pecado… de pensamiento, palabra, obra y omisión.» Sobre todo, de omisión. Siempre que dejo de hacer una obra buena me hago cómplice del mal del mundo. De esto somos muy poco conscientes, por desgracia. Se nos pide un examen muy difícil. Dichosamente Jesús clavó en la cruz el «documento» que nos acusaba. Jesús ha puesto su cruz entre el Padre y nosotros y así quita el pecado del mundo. Mi pecado.

«Por eso ruego a santa María, siempre Virgen…» Ella, toda pura, llena de gracia, de pie junto a la cruz, me ha adoptado como hijo. Nos ha adoptado a todos como hijos. Y es la omnipotencia suplicante, como nos decía nuestro padre espiritual del seminario, hace sesenta y cinco años. Como Madre no nos puede olvidar nunca. Siempre busca nuestro bien. Llora cuando peco y sonríe cuando amo a Jesús o a cualquiera de sus hijos. «Oh María, concebida sin pecado, ruega por nosotros que recurrimos a ti», quiso que se escribiera en la medalla milagrosa, que ella misma enseñó cómo se tenía que hacer a santa Catalina Labouré en París.

«A los ángeles y a los santos…» Un día un niño de cuatro años al que su madre había llevado a misa dijo: «Mamá, el altar está rodeado de ángeles.» Y así es. En la misa los ángeles nos acompañan. Son nuestros hermanos mayores en la adoración. Sirven siempre a Dios. Y son humildes, ágiles de espíritu y… grandes intercesores. Durante toda la misa ruegan por nosotros, y sobre todo cuando se lo pedimos.

E igualmente nuestros amigos, los santos. Especialmente nuestros patronos, aquellos a quienes más nos encomendamos, a los de Vic, y a toda la corte celestial.