Es una bonita petición hecha a «Dios todopoderoso». El ritual romano la llama «absolución», pero no es equivalente al sacramento de la confesión, aunque sabemos que la participación devota, activa y consciente en la misa nos perdona siempre los pecados veniales. Lo bonito de esta plegaria es que el sacerdote está incluido.

«Que Dios todopoderoso tenga misericordia de nosotros…» Este «nosotros» me impresiona, porque me siento en comunión con toda la asamblea y con toda la Iglesia. Así es como nos enseña Jesús que nos tenemos que sentir en el templo. Como el pobre publicano de Lucas 18,13 que está dándose golpes en el pecho y dice: Ten piedad de mí, que soy un pobre pecador. Aquellos que son conscientes de sus propias miserias y bajan los ojos con humildad sienten la misericordiosa mirada de Dios descansando sobre ellos. Y también sabemos por experiencia que solo aquellos que saben reconocer los errores y pedir perdón reciben la compasión y el perdón de los demás. ¡Qué bonito es ver en nuestra comunidad carmelita que, cuando una hermana se ha equivocado en el rezo, se postra con la frente hasta el suelo con toda humildad! Es edificante.

Que se aleje de nosotros toda posible tentación de fariseísmo, de creernos más buenos de la cuenta; o, peor, de creernos mejores que los demás. Escuchar la voz de la conciencia nos permite reconocer que nuestros pensamientos están lejos de Dios, que nos atrae lo que es mundano y contrario a las bienaventuranzas.

Mantengámonos, pues, en la fe humilde ante el Dios todopoderoso, el Dios que nos ha creado y ahora nos ha llamado a la Eucaristía. Todo viene de él, pasa por él y vuelve a él. Esto nos pide también una actitud de gran reverencia. Reverencia y confianza. Confusión interior porque sabemos que hemos pecado muchas veces, pero agradecimiento exultante porque también nos ha perdonado muchas veces.

Suplicamos, pues, que otra vez nos perdone los pecados. Jesús dice que, cuando dos o tres se unen para pedir cualquier cosa, la obtendrán. Aquí es toda la asamblea unida la que pide esta gracia del perdón. Que, si lo enlazamos con nuestro bautismo, sabemos que nos lo perdona todo. Del todo. Nos haría bien recordar, en este momento, las figuras evangélicas de los grandes penitentes. David, que habiendo pecado nos dejó el Salmo 50 y dice: Misericordia, Dios mío, por tu bondad; por tu inmensa compasión borra mi culpa (Sal 50,3). El hijo pródigo… san Pedro… Zaqueo… la samaritana. Compararse con la fragilidad de la arcilla con que estamos amasados es una experiencia que nos libera y nos fortalece.

Dios es el especialista del perdón. Es su primera manera de expresarnos su amor. Su amor eterno. Por eso la tercera frase es importante: «… y nos lleve a la vida eterna.» Nos ama tanto que nos quiere a su lado para siempre. Por toda la eternidad. «Para siempre, para siempre, para siempre», como decía nuestra madre santa Teresa.

En nuestro retablo barroco, tan bonito, está grabada la frase «Misericordias Domini in æternum cantabo» («Cantaré eternamente las misericordias del Señor»). Es la primera frase del Salmo 88, de la cual nuestra madre santa Teresa hizo un lema para sus carmelitas.

Nos ayuda a tomar conciencia, ya desde el principio de la misa, de que empezamos un acto maravilloso que nos hace entrar en la eternidad; de que no podemos hacer ningún acto mejor; de que estamos en el lugar preciso donde Dios nos ha llevado, y, por tanto, subiendo al Calvario con Jesús es como preparamos nuestra resurrección.

Un rey oriental pidió una vez a sus sabios: «Resumidme lo esencial de la sabiduría de nuestro pueblo.» Después de muchos años, llamó al decano: «Decídmelo pronto, que ya soy viejo.» «Es muy difícil, majestad. Pero si hay una máxima que lo expresa mejor, es esta: “Recuerda que solo se vive una vez.”»

Lo que solo podemos hacer una vez nos pide mucha atención. Que no nos equivoquemos. Que no podremos vivir dos veces. Estamos, pues, avisados.

«Llévanos, Señor, a la vida eterna.» Bella oración para nuestros momentos de discernimiento. Oración importante que rezamos con fruto cada día para que no nos desviemos. Que nos ilumine el Espíritu Santo y nos sane.

En la secuencia de Pentecostés existen seis peticiones que la concisión del latín hace maravillosas. Dios me ha dado la gracia de rezarlas cada día desde hace más de cuarenta años. Las digo subiendo la muralla:

Lava quod este sordidum            –         Lava lo que está sucio.
Riga quod este aridum                –         Riega lo que está árido.
Sana quod este saucium             –         Cura al que está enfermo.
Flecte quod est rigidum               –         Vuelve flexible lo que es rígido.
Fove quod este frigidum              –         Calienta lo que está frío.
Rege quod est devium                –         Encauza al que se ha desviado.

Y acabo con la pequeña oración que santa Mariam de Jesús Crucificado, de quien hablábamos ayer, sintió de Dios en las grandes pruebas que tuvo en Mangalore, en el primer Carmelo de la India del cual fue cofundadora. Lo rezaba muy a menudo desde su gran humildad: «Espíritu Santo, inspírame; Amor de Dios, consúmeme; por el buen camino, guíame; María, Madre mía, mírame; junto con Jesús, bendíceme; de todo mal, de toda ilusión, de todo peligro, protégeme.»