«Señor, ten piedad. Cristo, ten piedad. Señor, ten piedad.»
Esta plegaria litánica nos pone en comunión con la Iglesia de Oriente. Creo que fue san Gregorio Magno quien la introdujo en nuestra liturgia latina, así como el «Cordero de Dios». Fue unos cuantos años representante del papa ante el emperador que vivía en Constantinopla. Tenía el título de apocrisiario y vivía con los monjes de la ciudad, él que había fundado tres monasterios en Roma con sus rentas, porque procedía de una noble familia de cónsules antes de convertirse al cristianismo.
Por pura suerte, pude ir una vez al Monte Athos (Grecia) y me acogieron una semana en el monasterio de San Pantaleón. En este monasterio veneran a san Silvano del Monte Athos. Era un hombre alto y fuerte, que en una pelea de taberna había asesinado a un hombre en Moscú y tuvo que escapar para huir de la justicia. En el largo camino del exilio se fue convirtiendo, hasta llegar al monasterio ruso de San Pantaleón. Fue un gran penitente porque se sentía gran pecador. Y Dios le infundió un celo tan heroico de rogar por todos los «pobres pecadores» que, los quince últimos años de su vida, no se metió nunca en la cama, rezando continuamente por ellos la oración de los monjes de Oriente: «Jesús, Señor, ten piedad de nosotros, pecadores.» Recibió de Dios la misión de interceder constantemente por todos los «pobres pecadores». Y la cumplió heroicamente, santamente. Además, Dios le dio el carisma de saberla transmitir a los que se hacían discípulos suyos, con quienes solo podía hablar en los momentos de recreación. Al morir había inculcado un espíritu misionero universalista. Por otra parte, ejercía su oficio de molinero. Molía la harina para el pan de los hermanos y para el pan del altar. Era místico. Y los místicos siempre viven una dimensión divina en las cosas más ordinarias. «Rogar por los pecadores —decía— es derramar la sangre de nuestro corazón.» Fue un gran misionero que hace poco fue canonizado por su iglesia ruso-ortodoxa.
En esta plegaria litánica del «Señor, ten piedad», todos tendríamos que empezar a ser misioneros, rogando por los pecadores de nuestra familia, de nuestra ciudad, de nuestro país y del mundo entero.
El papa Francisco, en su primera exhortación apostólica, Evangelii gaudium («La alegría del Evangelio»), muy inspirado por san Pablo VI a quien él mismo canonizó el 14 de octubre del año pasado (2018), en el magnífico capítulo quinto, que se titula «Evangelizadores en espíritu», habla de la fuerza misionera de la intercesión. No quiere enseñarnos otra cosa que esta: todos tenemos la misión de interceder por todo el mundo. Pone como primer ejemplo a san Pablo, que siempre acaba sus cartas con una lista de nombres para encomendarlos a Dios. «La misión —dice en el número 279— es algo… que escapa a toda medida.» Aprovechemos, pues, esta primera plegaria litánica para tomar conciencia de nuestro deber misionero. Y así toda la misa se convertirá en el cumplimiento de la voluntad de Jesús, que nos quiere asociar a su propia misión de salvar al mundo. (Tengo que decir de paso que el Monte Athos, con unos veinte monasterios, forma una pequeña república de monjes autónoma.) Seguí sus horarios, ayunos y oraciones. La más importante era la de la noche. Duraba desde las doce a las dos de la madrugada. Cantaban salmos y hacían lecturas en ruso, por supuesto. Aunque yo no entendiera nada, muy a menudo el que presidía cantaba muchas veces el «Gospodi pomilui», que quiere decir «Señor, ten piedad». El segundo día intenté contar el número de repeticiones. Fueron treinta y tres. Muchas veces. ¡Impresionante! Entendí más a fondo la consigna de Jesús «orad en todo momento» y el «orad oportunamente e importunadamente» de san Pablo. Buscad y encontraréis, pedid y obtendréis, llamad y se os abrirá (Mt 7,7). Y a la viuda que importunaba al juez corrupto del Evangelio de Lucas: Esta viejecita hace que me duela la cabeza. Le haré justicia de una vez» (Lc 18,5).
El «Señor, ten piedad» es una reminiscencia de la insistencia, tal como lo entendían los monjes de Oriente.
Pienso que es importante que no pasemos demasiado deprisa. Que no lo digamos rutinaria ni distraídamente. Nos dirigimos a Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Es una letanía trinitaria. Somos los hijos pequeños y humildes que nos reclinamos en el regazo de la madre. Lo veo en los siete resobrinos pequeños que hay en mi familia. Cuando quieren una cosa insisten, lloriquean, hacen caricias a sus madres y… lo obtienen siempre.
Aquí reside la grandeza de esta oración. Pedimos insistentemente que el Señor tenga piedad de nosotros, misericordia y compasión. Como los niños, lo tenemos que hacer con humildad y con confianza. Como ellos, sabemos que la insistencia siempre será eficaz.
Y dado que lo hacemos siempre en plural, nos ponemos en la fila de los grandes orantes, de los monjes, de los mendigos, de los que se saben impotentes y pequeños. Así nos quiere Jesús. Bienaventurados los pobres de espíritu. Bienaventurados los que no se cansan de pedir piedad y misericordia. Yo digo que, si no os convertís y os hacéis como estos pequeños, no entraréis en el Reino de los cielos (Mt 18,3).