En el primer Simposio Josefológico Internacional el teólogo italiano carmelita Anastasio del Santísimo Rosario, que es ahora el cardenal arzobispo de Turín, [Ballestrero], afirmó: «San José era un laico, en el sentido más propio de la palabra».

Se trata de una afirmación fundamentada, y en cierto sentido, evidente. José no pertenecía al linaje sacerdotal, a la tribu de Aarón y Leví, sino a la casa de David y a la tribu de Judá. Como explica san Pablo en la epístola a los Hebreos el sacerdocio eterno y definitivo prometido a Jesucristo, el descendiente del rey David, es totalmente nuevo y diverso del sacerdocio del Antiguo Testamento, el concedido a la tribu levítica.

Como hijo de David, José es el transmisor de la herencia prometida y en Jesús se realizaría el nuevo sacerdocio. De este sacerdocio participaríamos diversamente todos los cristianos, como miembros del pueblo sacerdotal, del linaje escogido, y los «ministros», partícipes del poder de Cristo y renovadores en el sacrificio eucarístico, del único sacrificio de la Cruz.

José, que no perteneció al sacerdocio del Antiguo Testamento, no fue tampoco participe del ministerio del sacrificio y de la predicación de la palabra de Dios. Cuando Cristo constituye a los Apóstoles dándoles el poder de perdonar pecados, de enseñar en su nombre a todas las naciones, de realizar el sacrificio eucarístico, parece cierto que José había ya muerto.

En todo caso, es clarísimo que José no tiene misión apostólica ni es «sacerdote en sentido de ministro del altar». Como no fue en el Antiguo Testamento sacerdote, tampoco lo es en el Nuevo, en cuanto al sacerdocio jerárquico y ministerial. No sirvió al altar en el antiguo Templo ni predicó el Evangelio, ni absolvió a los pecadores, ni consagró el Cuerpo del Señor, en la Nueva Alianza.

San José, de quién las narraciones evangélicas no nos refieren palabra alguna, sino sólo las obras en las que pone en práctica lo que la palabra de Dios comunicada por los ángeles le dice, no fue tampoco profeta, al modo de Juan Bautista, el mayor de los profetas de la Antigua Alianza y el precursor del Señor. José no dijo a los hombres, con anuncio público profético o apostólico: «Éste es el Mesías que esperabais». «Éste es el Cordero de Dios».

José era un laico, es decir, pertenecía simplemente al «pueblo», y no al ministerio de autoridad y de enseñanza, o de potestad jerárquica y sacramental. Fue esposo, de modo singular, virginal y misterioso, tipo en esto ya del propio Cristo, Esposo de la Iglesia; y fue padre, misteriosa y virginalmente, por designio divino, del propio Hijo de Dios. Pero su servicio a los misterios de la salvación que, según se expresa en la oración litúrgica actual, le fueron confiados en sus inicios, consistió en una tarea no de carácter público, en el plano de la enseñanza y de la autoridad, sino familiar, doméstico, diríamos casero y cotidiano.

Es importante darse cuenta de que José, asociado a María la Virgen Madre de Dios en este servicio al Verbo encarnado, tuvo un oficio o misión que el papa Pío IX advertía que había de considerarse más alto y excelente que el del profeta Juan Bautista o los de los apóstoles Pedro y Pablo.

Para cumplir este oficio Dios le comunicó gracias, por las que José ha de ser considerado como ocupando la cima de la santidad, por encima de los demás santos, y solo teniendo por encima de él a María y a la fuente de toda santidad, Jesús, el Hijo de Dios encarnado.

Si meditamos en el hecho de la pertenencia de José al «Pueblo de Dios» como «laico», sentiremos mejor la absoluta primacía de la santidad –que consiste en el fiel y humilde cumplimiento de la voluntad de Dios, sirviéndole y amándole, y sirviendo desde su amor a los hombres a los que Cristo vino a redimir– sobre todo ministerio jerárquico, sobre toda función de potestad, sobre todo carisma y sobre todo anuncio público por la palabra. Apóstoles y profetas, sacerdotes y religiosos, obispos y Papa, alcanzan la vida eterna si cumplen la voluntad de Dios, pero este único camino lo podemos seguir también los laicos.

El «laico» José nos puede hacer entender con su ejemplo, y para ello hemos de pedir su intercesión, la sencilla y profunda verdad de la esencia de la vida cristiana y de la santidad: «Hágase en nosotros, Señor, tu voluntad».

Francisco Canals Vidal,
La Montaña de san José (mayo-junio de 1988) 8-9