Este himno, que solo rezamos o cantamos los domingos y fiestas, es una maravilla. Lo cantaron los ángeles de Belén por primera vez para solemnizar el nacimiento del Hijo de Dios y de María. Fue la primera Navidad. Y guarda todo su encanto: alegre, fervoroso, pacificador, alentador, poético y místico. También adquiere toda su fuerza en la misa de la Vigilia Pascual; esta, más solemne para cantar, agradecer y felicitar a Jesús resucitado. En el canto gregoriano, sobre todo en la misa de angelis, es una sinfonía de victoria. También en las misas polifónicas. Él sí que, como decía el sacerdote vicense Lluís Romeu siguiendo a san Agustín, nos ayuda a rezar dos veces. Seguramente que es, si no el más solemne, uno de los momentos más agradables de la misa, juntamente con el Sanctus y el «Por él, con él y en él». Acabamos de pedir perdón y nos sabemos perdonados. Y cantamos o proclamamos nuestra alegría. Es del encuentro entre la miseria humana y la misericordia divina de donde toma vida la gratitud expresada en el Gloria, «un himno antiquísimo y venerable con el cual la Iglesia, reunida en el Espíritu Santo, glorifica y suplica a Dios Padre y al Cordero» (Ordenamiento del Misal Romano, 53).

En la primera parte glorificamos al Padre «en el cielo y en la tierra». En la primera Navidad, los ángeles unen la gloria del cielo con la paz en la tierra a los hombres que ama el Señor. Gloria y paz. Fruto del alma piadosa y adoradora. Cielo y tierra se dan la mano, tanto en la encarnación y en la resurrección, como también en toda misa solemne. Paul Claudel, gran escritor cristiano francés, se convirtió cuando, paseando en la Nochebuena, se le ocurrió entrar en la catedral parisiense de Notre-Dame mientras el coro cantaba este himno. El corazón le dio un vuelco. Nunca había sentido una armonía como esta que le penetrara hasta la médula.

Me quedo con la cascada del entusiasmo:

«Te alabamos,
                    te bendecimos,
                              te adoramos,
                                       te glorificamos,
                                                 te damos gracias.»

Esto es estar contentos del Padre. Esto es felicitar al Padre. Esto es disfrutar del Padre.

La segunda parte está dedicada a Jesucristo. Igualmente, la cascada del entusiasmo:

«Señor,
                    Hijo único,
                              Jesucristo,
                                       Señor Dios,
                                                 Cordero de Dios,
                                                           Hijo del Padre.»

Y se enaltece su gran obra de salvación universal porque nos ha sacado de las cadenas del pecado. Y le pedimos repetidamente que tenga piedad de nosotros.

«Porque solo tú eres Santo,
          solo tú Señor,
          solo tú Altísimo, Jesucristo».

Y acabamos «con el Espíritu Santo en la gloria de Dios Padre. Amén.»

¿Puedo concluir con un consejo?

Cuando sintáis que vuestra oración es fría, o cansada, o tibia, rezad el Gloria despacio, saboreando cada palabra, dándole el sentido que tiene o que os inspire el Espíritu Santo. Y veréis cómo volvéis a remontar el vuelo.