Con la invitación «Oremos», el sacerdote exhorta al pueblo a recogerse con él en un momento de silencio. Después, reuniendo las intenciones particulares de cada uno, el sacerdote recita la súplica, en nombre de todos. Y lo hace levantando los brazos extendidos en actitud orante, como lo hacían los primeros cristianos, tal como lo vemos representado en muchos frescos de las catacumbas romanas. «Ellos pensaban imitar a Cristo con los brazos abiertos sobre el larguero de la cruz. Y aquí Cristo es el Orante y es a la vez la oración. En el Crucificado reconocemos al Sacerdote que ofrece a Dios el culto agradable a él, es decir, la obediencia filial», como dijo el papa Francisco en una audiencia general.
Velad y rogad, para no caer en la tentación, dice Jesús en Getsemaní (Mc 14,37). «Quien reza se salva» (santa Teresa). Habiendo pedido perdón por nuestros pecados y por los pecados del mundo entero, todos conocemos nuestra debilidad e inconsistencia. Y como Jesús, que rogaba noches enteras por sus discípulos y por nosotros, también nosotros tenemos que rogar muchas veces diciendo: «No nos dejes caer en la tentación, mas líbranos del mal.»
Los santos, lo son todos porque han orado mucho en su vida. Nadie se puede santificar ni perseverar en la fe si no ora.
Y en este momento de la misa, cuando el sacerdote nos dice «Oremos», pienso que la Iglesia se emplea especialmente en la plegaria de intercesión. La intercesión tiene una fuerza misionera imponente.
Cuando el pueblo de Israel tuvo que luchar, en el desierto, contra los amalequitas, Moisés intercedía desde la cumbre de la montaña. Y, mientras tenía los brazos en alto, Israel vencía; si los bajaba por cansancio, los israelitas eran vencidos; de tal manera que Aarón y Hur le sostuvieron los brazos de Moisés hasta conseguir la victoria de su pueblo.
Cuando Elías quería hacer volver al pueblo a Dios, lograba la sequía o la lluvia con su plegaria de intercesión. Y ya no digamos el famoso día de la prueba final, en el sacrificio sobre la montaña del Carmelo. Los 450 profetas de Baal imploraron el fuego del cielo para que quemara su novillo colocado sobre su altar. Gritaban y se herían por nada. Entonces Elías convocó a todo el pueblo: «¡Acercaos a mí!» E hizo esta plegaria de intercesión: Señor, Dios de Abrahán, de Isaac y de Israel: que se sepa hoy que tú eres el Dios de Israel… Respóndeme, Señor, respóndeme (la fuerza de la insistencia), para que este pueblo se convenza de que tú, Señor, eres Dios, y que haces que los corazones se conviertan. Entonces bajó un fuego que venía del Señor y consumió la víctima del holocausto. Todo el pueblo se prosternó y clamaba: ¡El Señor es Dios! ¡El Señor es Dios! (1Re 18,38).
«Hay una forma de plegaria que nos estimula particularmente para buscar el bien de los demás: es la intercesión» (papa Francisco, La alegría del Evangelio, n.º 281). La intercesión es como la «levadura» en el seno de la Trinidad. Es un adentrarnos en el Padre y descubrir nuevas dimensiones que iluminan situaciones concretas y las cambian. Podemos decir que «el corazón de Dios se conmueve por la intercesión». ¡Qué frase tan bonita y motivadora!
Cuando Dios ve a un hijo que busca el bien de los demás, ve su imagen. Tiene la misma categoría de amor. El intercesor no puede vivir sin intentar convertir a los pecadores, que es el mismo objetivo del Padre. Y esto lo conmueve.
¿Qué hago yo para conmover a Dios? ¿Me intereso por el bien espiritual y material de los hermanos?
Aquí, en este momento de introducir la colecta de la misa, tengo una ocasión de oro. «Se sabe bien que su vida dará frutos, pero sin pretender saber cómo, ni dónde, ni cuándo. Tiene la seguridad de que:
—no se pierde ninguno de sus trabajos realizados con amor,
—no se pierde ninguna de sus preocupaciones sinceras por los demás,
—no se pierde ningún acto de amor a Dios,
—no se pierde ningún cansancio generoso,
—no se pierde ninguna dolorosa paciencia.
»Todo esto da vueltas por el mundo como una fuerza de vida…
»Quizás el Señor toma nuestra entrega para derramar bendiciones en otro lugar del mundo a donde nosotros no iremos nunca. El Espíritu Santo obra como quiere, cuando quiere y donde quiere; nosotros nos entregamos, pero sin pretender ver resultados llamativos. Solo sabemos que nuestra entrega es necesaria» (ibídem, n.º 279).
Son palabras muy claras, las del papa Francisco. Valen para toda la misa. Especialmente, en esta primera oración común, o colecta, y en la oración final de despedida antes de la bendición, en la cual el sacerdote vuelve a decir el «Oremos».
Bella repetición que nos muestra cómo en el lenguaje de la liturgia se nos inculca que no podemos dejar nunca la plegaria de intercesión.