Las oraciones que denominamos «colectas» son muy variadas y muy apropiadas al momento litúrgico del año. Todas excelentes, tanto las de Adviento como las de Navidad, tanto las de Cuaresma, Pascua y las de las misas que llamamos «del tiempo ordinario». Ellas solas son una guía magistral para ponernos bajo la sombra del Padre. Y tienen siempre una eficacia especial porque las hacemos «por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo, y es Dios, por los siglos de los siglos».
Escojo un ejemplo que la divina Providencia ha ido grabando en mi corazón. Es de la semana decimonovena del tiempo ordinario:
«Dios todopoderoso y eterno, a quien, movidos por el Espíritu Santo, nos animamos a llamar Padre, confirma en nuestros corazones la condición de hijos tuyos, para que podamos entrar en la herencia prometida. Por nuestro Señor Jesucristo…»
¡Simplemente genial!
¡Qué escuela más preciosa de oración que tenemos en nuestra misa! Los protestantes, en general, ningunean nuestras fórmulas de plegaria. Pero… un día conocí en Sion (Suiza) a un pastor protestante convertido, y él, que descubría el misal y la misa y su riqueza, decía: «Estoy impresionado al ir descubriendo las oraciones de la liturgia católica. ¡Qué mina de perlas más preciosa! ¡Qué inagotable fuente de oración!»
Está claro que, ahora, lo conducía Espíritu Santo y vivía el entusiasmo de los convertidos. Pero tenía razón. Estas oraciones llevan el peso de siglos de experiencia. Han inspirado a los místicos y han santificado a miles de presbíteros y otros cristianos.
Recuerdo el testimonio de un matrimonio, dado en Paray-le-Monial en una sesión del movimiento cristiano francés de Emmanuel, que se habían convertido del anglicanismo: «No sabéis la alegría que tenemos al ir descubriendo el jardín de oraciones de la Iglesia católica. Un jardín de flores variadísimas, llenas de colores, que nos transforman los corazones. No nos cansamos de admirarlo y de cosechar un ramillete cada día. ¡Cómo se ha transformado nuestra vida!»
Los cinco mil que los escuchábamos los aplaudimos largamente. Testimonios así, de los santos de la calle, te levantan el ánimo y te hacen alabar a Dios.
El Dr. Joan Ordeix, rector de nuestro Seminario de Vic y profesor de teología, siempre empezaba sus pláticas y clases con esta oración de nuestro misal: «Te pedimos, Señor, que inspires siempre nuestras obras y las ayudes con tu seguimiento, para que, tanto si trabajamos como si oramos, lo empezemos por ti y lo acabemos en ti. Por Cristo, nuestro Señor. Amén.» A fuerza de oírla tan a menudo, se nos quedó grabada para siempre. Al menos a mí.
Y una oración de san Columbano, monje misionero irlandés y fundador de monasterios por Europa entre los siglos vi y vii. Solo digo lo poco que recuerdo: «Oh Dios misericordioso y Señor piadoso… conduce a los sedientos a la fuente de agua viva que procede de tu dulzura… y haz que nunca se interrumpa el chorro que brota siempre en nuestro interior y nos dirija hacia la vida de la eternidad.»
Conocí a un compañero sacerdote que siempre preparaba su misa meditando estas oraciones llamadas «colectas». Y hacía sus homilías basándose en lo que el Espíritu Santo le había inspirado. Una de las más bonitas que le escuché fue la primera que he citado. ¡Qué bien explicó el «haz que crezca siempre en nuestros corazones el espíritu de hijos»! ¡Esta expresión da para mucho… porque todos somos hijos, pero, Dios mío, qué diferencia hay entre aquella pastora de la que habla el Cura de Ars, que cuando tenía las ovejas en el bosque decía: «Padre… Padre… Padre…», y se le anegaban los ojos y no podía seguir el Padrenuestro. «Y esto —decía san Juan María Vianney— duraba cuatro o cinco horas.» «Hijitos míos —continuaba—, amemos a Dios, que es nuestro Padre bueno y bondadoso. Rezad conmigo: “Te amo, Dios mío, y mi único deseo es amarte hasta el último suspiro de mi vida. Y si mi lengua no te puede decir en cada momento que te amo, quiero que mi corazón te lo repita cada vez que respiro.”»