En las dos partes importantes y esenciales de la misa se nos da el pan de la Palabra y el pan de la Eucaristía. El pan de la Palabra es para encender y hacer crecer nuestra fe. Los momentos son las lecturas y los evangelios, momentos de diálogo de Dios con los hombres y, por lo tanto, con cada uno de nosotros.
Ponemos nuestra atención amorosa en las lecturas. Son la herencia más directa de la liturgia sinagogal del Antiguo Testamento. Escuchamos los escritos de la Ley, de los profetas y de los libros sapienciales los domingos; las cartas de san Pablo los días laborables. Todos nos ayudan a preparar la escucha de la Palabra de Jesús en el Evangelio. Contienen la sabiduría de los mil años antes de Jesucristo. Él mismo los había escuchado con María y José en la sinagoga de Nazaret. Y, cuando fue el momento, él mismo los leyó: El sábado, como tenía por costumbre, entró en la sinagoga y se levantó para leer. Le dieron el volumen del profeta Isaías, lo desplegó y encontró el pasaje donde está escrito: «El Espíritu del Señor reposa sobre mí, porque él me ha ungido para anunciar a los pobres la buena nueva… y proclamar un año de gracia del Señor» (Lc 4,16ss).
El Antiguo Testamento es la historia inicial del amor de Dios por su pueblo. Contiene historias magníficas y multitud de plegarias. Es una delicia. Nunca agradeceré lo suficiente a los Padres Blancos, misioneros de África, que me admitieran para participar dos meses en Santa Ana de Jerusalén para poder seguir un cursillo bíblico en la misma Tierra Santa, guiados por dos especialistas.
En Kigali (Ruanda) regalé una Biblia a un chico aplicado que empezó a trabajar de sereno o guarda de noche: «Empieza a leer desde el inicio y verás cómo un día me lo agradecerás.» Y lo hizo. Se sentaba al pie de una farola y día tras día se aplicaba seriamente en la lectura. Cada cincuenta páginas, yo le daba una pequeña gratificación (equivalente a unos cinco euros). Y un día, cuando pasaba ya a la lectura del profeta Isaías, me dijo: «Padiri (Padre), ya no quiero nada más. Tengo bastante con lo que voy descubriendo con la lectura. Esto no tiene precio. ¿Sabe lo contento que estoy?» El Espíritu Santo le había tocado el corazón.
Hay una lectura de la misa de Nochebuena, de Tito 2,14, que dice: Él se ha entregado a sí mismo por nosotros, para redimirnos de toda iniquidad, y purificar para sí un pueblo propio, celoso de buenas obras. Esto lo leía cada año una señora de Manresa (diócesis de Vic), madre de un sacerdote, y le daba un acento y una fuerza tales que la gente esperaba esta lectura. «Tocaba el corazón», me dijo el párroco. El Espíritu Santo hablaba en ella. Se cumplía lo que dice el Ordenamiento del Misal Romano, n.º 29: «Cuando en la Iglesia se lee la Sagrada Escritura, Dios mismo habla a su pueblo, y Cristo, presente en la palabra, anuncia el Evangelio.»
Y es un poco esto lo que se pide a los lectores y lectoras de las textos de la misa. Un sacerdote catequista los reunía y les pedía que meditaran lo que tenían que leer, lo hicieran suyo y lo proclamaran con fe, como tiene que ser. Que lo vivieran antes de leerlo. Porque es Dios mismo quien, mediante la palabra que se lee, nos habla y nos interpela, con el fin de que nosotros escuchemos con fe. El Espíritu, «que habló por boca de los profetas» (Credo), hace que «la Palabra de Dios haga realmente en los corazones lo que escuchamos por los oídos» (Leccionario, Introducción, n.º 9). Esto pide tener el oído atento y las manos dispuestas a actuar.
¿Y los profetas? Eran aquellos hombres místicos, enamorados de Dios y activos para despertar los corazones, como Elías, Amós, Oseas, Isaías, Jeremías… y una larga lista hasta acabar con Juan Bautista. Inconformistas con los dirigentes, sin pelos en la lengua, obsesionados por la justicia, celosos de llevar al pueblo hacia la conversión. Para dar un ejemplo… me es muy difícil escoger; pero ahora estoy encantado con Miqueas: Ya te han enseñado, hombre, lo que es bueno, qué espera de ti el Señor: practica la justicia, ama con ternura y anda humildemente en la presencia de Dios (Mi 6,8). Me emociono. ¡Es tan bonito! Y acaba su profecía diciendo: ¿Qué Dios se puede comparar con ti…? Tú te complaces en amar. De nuevo te compadecerás de nosotros, pisotearás nuestras culpas y lanzarás al fondo del mar nuestros pecados (Mi 7,19). ¡Qué bellas palabras para un misionero de la misericordia y para todos los confesores! ¡Cuántos momentos me dio el Señor en 2014, Año de la Misericordia, cuando veía que palabras como estas hinchaban el corazón de los penitentes y les daban ánimos para emprender una nueva etapa en sus vidas!
¡Alabado sea Dios por siempre!