El salmo que rezamos después de la primera lectura es evidentemente una plegaria de meditación, relacionada con el tema leído y con el tiempo litúrgico. Pero alegre y ágil. Sobre todo, si el salmo es cantado, que es lo que se suele hacer en las fiestas. Los salmos permiten que la Palabra de Dios abra camino en nuestro interior y ayudan a poner en práctica lo que se ha proclamado. El libro de los Salmos es un libro único en la literatura universal. El pueblo de Israel los cantaba peregrinando, llegando al templo, al ofrecer los sacrificios y en las sinagogas. Jesús, María y José los rezaban, probablemente de memoria, porque ellos eran inteligentísimos y los salmos son grandes plegarias. Plegarias de mística muy elevada y apropiadas para alabar Dios y suplicarle por todos los hombres hermanos nuestros. Desde David, a quien se atribuye más de una tercera parte de los salmos, fueron formándose y completándose en el transcurso de novecientos años de historia. Es la obra maestra de la oración del Antiguo Testamento. Expresaban indisociablemente la plegaria individual y la comunitaria. En el libro de los Salmos, la Palabra de Dios se convierte en oración del hombre. Inspirados por el Espíritu Santo, con ellos Jesús no cesa de enseñarnos a orar. Valen para todos los tiempos, para todos los países y para toda condición humana.
«¿Qué hay mejor que un salmo? —dice san Ambrosio—. El salmo es bendición pronunciada por el pueblo, alabanza a Dios de la asamblea, aclamación adaptada a todo el mundo, palabra dicha por el universo, voz de la Iglesia, canto de alegría y jubilosa profesión de fe.»
Los que hemos rezado toda la vida con los salmos estamos un poco configurados por ellos y en ellos. Quizás porque lo rezamos los domingos, encuentro genial el Salmo 62. Hace mucho tiempo que me lo sé de memoria y tengo que confesar que me ha ayudado mucho en mi vida. Expresa así el deseo de Dios:
Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo, mi alma está sedienta de ti; mi carne tiene ansia de ti, como tierra reseca, agostada, sin agua. Cómo te contemplaba en el santuario viendo tu fuerza y tu gloria. Tu gracia vale más que la vida (¡ah, este acto de fe, qué fuerza para los mártires!); te alabarán mis labios. Toda mi vida te bendeciré y alzaré las manos invocándote. Me saciaré como de enjundia y de manteca, y mis labios te alabarán jubilosos. En el lecho me acuerdo de ti y velando medito en ti, porque fuiste mi auxilio, y a la sombra de tus alas canto con júbilo (¡qué poesía mística tan elevada!). Mi alma está unida a ti, y tu diestra me sostiene.
¡Oh, este enamoramiento, esta unión! Este recuerdo que nos llena, nos hace saltar de júbilo y nos humilla, porque somos tan desagradecidos… Esta presencia casi sensible desde que el Hijo de Dios se ha hecho hombre. Esta mano que nunca nos podrá abandonar, que sostiene nuestra inconsistencia, que nos acaricia y acompaña, nos empuja hasta llegar a puerto. ¡Bendita mano, afortunada mano, amorosa mano! Qué verdad es lo que añade san Ambrosio:
«Canta, y le gusta; lo aprende y se instruye. ¿Qué pasará cuando leas los salmos? En ellos veo el “Cántico a mi amado” y me abrasa el deseo de santa caridad. En ellos encuentro la gracia de las revelaciones, los testigos de la resurrección, los dones de la promesa. En ellos aprendo a evitar el pecado, y aprendo a no avergonzarme de hacer penitencia por mis delitos. ¿Qué es, pues, un salmo, sino aquella venerable lira de virtudes tocada por el profeta, impulsada por el Espíritu Santo?»
Por eso el Aleluya que sigue al salmo es tan apropiado. Aleluya, «alabad a Dios», es una exclamación de victoria y de alabanza. Proclama el amor de Dios que siempre será más fuerte que la muerte. Es una exclamación antiquísima, y se cantará en el cielo eternamente. Apocalipsis 19 nos sirve para cantar las bodas del Cordero, como la liturgia angélica del cielo:
¡Aleluya! La salvación y la gloria y el poder son de nuestro Dios. ¡Aleluya! ¡Aleluya! Alabad al Señor, sus siervos todos, los que lo teméis, pequeños y grandes. ¡Aleluya! Aleluya! Llegó la boda del Cordero, su esposa (la Iglesia, mi alma) se ha embellecido. ¡Aleluya, aleluya!