La Introducción del Misal Romano explica: «Leído el Evangelio, el diácono, o el sacerdote, dice: “Palabra del Señor.” Y todo el mundo aclama: “Gloria a ti, Señor Jesús.” Después besa el libro, diciendo en secreto: “Que las palabras del Evangelio borren nuestros pecados.”» Y continúa la Introducción: «Después viene la homilía, que no se omite nunca en domingos y fiestas de precepto; los otros días se aconseja que se haga.»
La homilía, pues, es una parte de la liturgia de la Palabra, que los sacerdotes tenemos que hacer. Personalmente y durante mis cincuenta y cinco años de presbítero, he sentido siempre una asistencia del Espíritu Santo en el momento de predicar la homilía, que es una exhortación a acoger la Palabra de Dios y ponerla en práctica. Tanto en Ruanda, como en Bélgica, Francia y en varios lugares de España, y sobre todo en nuestra diócesis vicense, me llegan comentarios, preguntas que me han hecho o agradecimientos que me han tocado el corazón. Ya sé que no es cosa mía, sino de Dios.
Pienso en frases cortas que me ha dicho la gente al salir de misa:
—«Escuchándote, Dios se me ha metido en el corazón» (un ruandés).
—«Cuando ha explicado las bienaventuranzas, me he emocionado» (un peregrino en Tierra Santa).
—«Hoy usted me ha convencido. Usted es un sacerdote de verdad» (un feligrés de Sant Bartomeu del Grau, diócesis de Vic).
—«Usted se mete muy adentro» (una feligresa de Sant Vicenç de Castellet, diócesis de Vic).
—«¡Padre, qué gozo escucharlo!» (una feligresa de Perafita, diócesis de Vic).
—«Qué funeral más sentido! Ha puesto un bálsamo a nuestro dolor» (una hija que enterraba a su padre en Roda de Ter, diócesis de Vic).
Y muchísimas más que me sería imposible citar…
Esto es bonito; pero, aun dando gracias a Dios, te carga con un gran peso. Pide estudiar, leer, orar, escuchar mucho a la gente y conocer al público que te escucha. Y pedir mucho al Espíritu Santo que te dé las palabras que él quiere decir a la gente.
Que no es fácil, lo muestra el papa Francisco en su primera exhortación apostòlica, Evangelii gaudium («La alegría del Evangelio»). Dedica a la homilía cuarenta y un números (del 135 al 175). Es tanto que, cuando lo hube leído por primera vez, recuerdo que me dije: «¿Y todavía me puedo atrever a predicar?» Pero es mi deber. Cito algunas de sus frases:
«Consideramos ahora la predicación dentro de la liturgia, que requiere una silenciosa evaluación por parte de los Pastores… La homilía es la piedra de toque para evaluar la proximidad y la capacidad de encuentro de un Pastor con su pueblo» (n.º 135).
«La homilía puede ser realmente una intensa y feliz experiencia del Espíritu, un reconfortante encuentro con la Palabra, una fuente constante de renovación y de crecimiento» (n.º 135).
«… es Dios quien quiere llegar a los demás a través del predicador y despliega su poder a través de la palabra humana… Con la palabra, nuestro Señor se ganó el corazón de la gente… Se quedaban maravillados absorbiendo sus enseñanzas (cf. Mc 6,2)» (n.º 136).
«Quien predica tiene que reconocer el corazón de su comunidad para buscar dónde está vivo y ardiente el deseo de Dios» (n.º 137).
«… tiene que dar fervor y sentido a la celebración… Este contexto exige que la predicación oriente a la asamblea, y también al predicador, a una comunión con Cristo en la Eucaristía que transforme la vida» (n.º 138).
«El predicador predica al pueblo como una madre habla a su hijo» (n.º 139).
«En la homilía, la verdad va acompañada de la belleza y del bien… La memoria del pueblo fiel, como la de María, ha de quedar rebosante de las maravillas de Dios» (n.º 142).
«Hablar con el corazón implica tenerlo no solo ardiente, sino iluminado por la integridad de la Revelación» (n.º 144).
Y ya es suficiente. Las palabras del Santo Padre son muy bonitas, pero se refieren a un predicador muy ideal… y uno solo puede hacer lo que puede.
Simplemente «es justo y necesario» dar gracias a Dios por tantas veces que me ha concedido poder predicar, y haber podido ser un pobre instrumento de su palabra.
Y pido que tengáis la caridad de rogar por este pobre predicador. Que no canse ni se canse de proclamar las maravillas de Dios.
Gracias por vuestra paciencia al escuchar a este predicador de la Palabra, que, eso sí, intenta hacerlo todo lo bien que puede para ser fiel a la voluntad de Dios y de la Iglesia, que no es otra que ayudar a profundizar el diálogo de Dios con su pueblo, del cual se espera atención y veneración, y al mismo tiempo intentar ayudar a los hijos de Dios para que reconozcan que está presente y que lo guía.
El deseo es el de hacer asequible la buena nueva para que nos convierta y nos transforme. Para que todos nos convirtamos algo más cada día y vayamos transformando el mundo.