El «Credo» es nuestra respuesta de fe al Evangelio que hemos escuchado y que se nos ha explicado en la homilía.
Es también la gran introducción al ofertorio y, por lo tanto, al santo sacrificio de la misa. Creemos que la Eucaristía contiene la totalidad de nuestra fe. En la misa nos unimos ya a la liturgia del cielo que celebraremos eternamente con los ángeles y los santos, cuando Dios lo será todo en todos. Creemos que, en la misa, Dios santifica el mundo en Jesucristo y por el Espíritu Santo. En una palabra: «La misa es la fuente y el cumplimiento de la vida eclesial, el acto principal de la vida cristiana en este mundo.»
En el Credo, pues, ya empezamos a calentar motores como lo hacen los aviones antes de despegar.
Un día la madre de un niño que se llamaba Manuel y que tenía seis años fue a Alemania, y el niño fue también con sus padres. El domingo fueron todos a misa y Manuel no entendía nada. Pero, llegada la consagración, reconoció los signos.
—Madre —dijo—, ¿el Jesús que viene aquí es el mismo que viene a nuestra parroquia?
—Sí —responde la madre.
—¿Y es el mismo que está en todas partes donde se celebra misa?
—Sí. Solo hay un Jesús.
—Ahora sí que veo que Dios es grande y poderoso. Puede estar en todas partes.
Ya a una mística, santa Ángela de Foligno, fallecida en 1309, Jesús le reveló: «Yo os soy incomprensible. Soy Dios y para mí no hay nada imposible. Os habría podido dar el don de entender el misterio de la Eucaristía. Pero me ha complacido más dejaros el mérito de la fe. Creed y no dudéis.»
El Credo nos ayuda a todos a entrar en esta fe. El Credo que rezamos habitualmente es el Credo llamado apostólico. Contiene doce artículos de fe. Quizás por eso nos dice una leyenda que lo compusieron los apóstoles cuando, con ocasión de la dormición de María y de su subida al cielo en cuerpo y alma, como lo definió el papa Pío XII en 1950, cada uno puso su parte.
De hecho, lo que sabemos por la historia es lo que salió del primer concilio ecuménico de Nicea, convocado por el emperador Constantino en el año 325. Es más corto que el Credo solemne que se canta en las grandes misas compuestas por los grandes músicos y que contiene fórmulas más desarrolladas, y por eso nos cuesta más aprenderlo de memoria.
Tanto el uno como el otro están centrados en la fe trinitaria:
«Creo en Dios Padre, creo en Dios Hijo, Jesucristo, y creo en el Espíritu Santo.» La fe trinitaria es el núcleo de nuestra vida sobre la tierra y lo será en la vida futura. En la asamblea nos hemos reunido en nombre suyo y eternamente cantaremos su amor bondadoso. Misericordias Domini in aeternum cantabo, «cantaré eternamente sus misericordias». Es el comienzo del Salmo 88, escrito en el letrero central de nuestro retablo barroco. Y también el Salmo 135 va repitiendo, después de cada gesta divina en favor de su pueblo: Porque es eterno su amor… porque es eterno su amor… porque es eterno su amor…
Es fácil después creer en «la santa Iglesia católica», porque lo proclama por todo el mundo y en todas las lenguas. «En la comunión de los santos», los de la tierra y los del cielo, los pasados, presentes y futuros… con todos los hombres de buena voluntad y que ama el Señor, como cantan los ángeles del pesebre en el primer día inaugurado por Jesús hijo de María y velado por José.
«El perdón de los pecados», que por eso ha venido Jesús, que será proclamado por Juan Bautista como el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo (Jn 1,29). El único que lo podía hacer y lo continúa haciendo, mientras nosotros tengamos buena disposición.
«La resurrección de la carne» que todos esperamos, mientras estamos en este valle de lágrimas. Este acto de fe en nuestra propia resurrección es, al mismo tiempo, un acto de esperanza maravilloso. Nuestra vida acabará bien. El fin de la Iglesia será un gran triunfo, porque las puertas del infierno no podrán prevalecer contra ella.
Esto ya lo podemos experimentar en la tierra cuando nos acercamos a Jesús con fe, a pesar de las dificultades de la vida. «Cuando Jesús mira a una persona —dice santa Teresa—, le da enseguida su parecido; conviene, pues, que esta alma no deje de mirarlo.» Y cuando san Pedro andaba sobre las aguas, dejando de mirar a Jesús por culpa del viento, se hundió. Esta lección le sirvió para toda la vida y nos dejó escrito en su segunda carta: Tened la mirada fija en el Señor, como sobre una lámpara encendida que brilla en la oscuridad, esperando que despunte el día y que la estrella de la mañana se levante en nuestros corazones (2Pe 1,19).
«Y la vida eterna. Amén.» Esperamos la vida eterna. Estamos hechos para vivir. Todas las células de nuestro cuerpo nos lo dicen. Nos espera una vida feliz que no se acabará nunca.
Carlos de Foucauld en el fondo del Sáhara adoraba a Dios en plena investigación de esta vida eterna. De día y de noche. «Querría pasar toda mi vida inmóvil ante el santísimo Sacramento. ¿Por qué?» Y él mismo responde: «Me lo miro, le digo que lo amo, disfruto de estar a sus pies y le digo que así querría estar siempre.»
Jesús nos quiere dar, ya desde ahora, la vida perdurable, y es porque el Credo o símbolo de la fe vincula la Eucaristía con el bautismo, recibido «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo», y nos recuerda que los sacramentos solo son comprensibles a la luz de la fe de la Iglesia, que nos acompaña desde el bautismo hasta la «vida eterna». Es decir, por los siglos de los siglos. Sin límite.