Con la «Plegaria universal» la liturgia quiere que, con entera libertad, roguemos por las personas y circunstancias concretas que llevamos en nuestros corazones. La Iglesia quiere que seamos fieles en cumplir lo que el Espíritu inspiró en la primera carta a Timoteo 2,1-2: Ante todo recomiendo que se hagan peticiones, oraciones, súplicas y acciones de gracias por todos, sin distinción de personas; por los reyes y todos los gobernantes, para que podamos llevar una vida tranquila y en paz, con toda piedad y dignidad. Esto es bueno y agrada a Dios, nuestro Salvador, pues él quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad.
Quizás la cita es demasiado larga, pero no tiene pérdida. Dios quiere que cojamos el hábito de orar por todo el mundo.
Y ahora es el momento de la plegaria universal. El momento de hacer «plegarias, oraciones, súplicas». Y, dado que las intenciones son libres, en cada misa podemos rogar por nosotros y los nuestros. Especialmente por quienes nos han pedido que los encomendemos a Dios y por los que nos son más queridos porque hemos visto sus necesidades.
En las comunidades de base, en los grupos de jóvenes de Acción Católica que los obispos de Ruanda me confiaron durante dieciocho años, este momento era muy vivo, muy participativo. Todo el mundo que lo deseaba podía decir, en voz alta, su plegaria. Presentaban peticiones personales, por sus enfermos o por sus seres queridos ausentes. Esto ocupaba siempre un tiempo considerable. Vivían toda la misa con fervor. Pero se podían expresar libremente, dando por sentado el respeto de todos, que siempre, acabada la petición, respondían con voz alta y clara: «Te lo pedimos, Señor», o «Padre, escúchanos». Yo sentía, y ellos también, que Jesús estaba en medio. Porque, como nos dice Jesús en el capítulo 18 de Mateo —que es el discurso eclesial por excelencia—: Os aseguro que, si dos de vosotros aquí en la tierra se ponen de acuerdo para pedir algo, mi Padre del cielo se lo concederá; porque donde hay dos o más reunidos en mi nombre, yo estoy allí en medio de ellos (Mt 18,19-20).
De aquellas experiencias africanas me ha quedado una pequeña reminiscencia: cuando llegamos al final de la lista de intenciones leída y veo que no se ha hecho referencia a aquello que llevo en el corazón, añado mi intención. O bien dejo medio minuto de silencio para que todo el mundo pueda presentar a Dios su intención particular.
En este momento se ruega intensamente por nuestros hermanos. Ojalá que lo hiciéramos como el profeta Elías: Escúchame, Señor, escúchame, para que este pueblo se convierta (1Re 18,37).
San Silvano del Monte Athos, como dijimos días pasados, gran intercesor ante el Eterno, rezaba continuamente la plegaria de Jesús, pidiendo la conversión de los «pobres pecadores». Jesús y la Virgen María, en sus apariciones a las almas escogidas, no han pedido otra cosa. A santa Bernardita de Lourdes, santa Catalina Labouré, santa Faustina Kowalska, los videntes de Fátima, las tres videntes de Ruanda —reconocidas por la Conferencia Episcopal Ruandesa y después por el Papa—… a todos se les da este mensaje: que rueguen por sus pueblos, por la Iglesia y por el mundo.
El Señor Jesús dijo: Si estáis en mí y mis palabras restan en vosotros, pedid todo lo que queráis y lo obtendréis (Jn 15,7). «Todo es posible para quien cree», ha dicho el Señor. Este momento, pues, quizás es apropiado para decir: «Creo, Señor, pero ayuda mi poca fe» (cf. Mc 9,24).
La plegaria universal, que cierra la liturgia de la Palabra, nos exhorta a hacer nuestra la mirada de Dios, que se ocupa de todos sus hijos.
«Mientras haya tan solo un hombre santo que ruegue, el mundo se aguantará», decía Thomas Merton. Dichosamente siempre ha habido alguno, porque el mundo continúa aguantándose.