«Bendito seas, Señor, Dios del universo, por este pan, fruto de la tierra y del trabajo del hombre, que recibimos de tu generosidad…»

«Bendito seas, Señor, Dios del universo, por este vino, fruto de la vid y del trabajo del hombre, que recibimos de tu generosidad…»

El altar es símbolo de la mesa, centro de la asamblea, donde todos los hermanos, toda la humanidad, comparten el alimento espiritual para hacer el camino de la vida. Nos llevará al banquete celestial, donde gozaremos para siempre.

En la cultura mediterránea el pan y el vino tienen un valor en sí mismos. El pan nos alimenta y el vino alegra el encuentro de la familia. A la hora de la comida el padre de familia distribuye el pan, que pasa a simbolizar todos los alimentos. Y el vino de la alegría, que alegra el corazón del hombre (Sal 104,15).

¿Por qué el pan?

Jesús pensó toda la vida en esta comida, que convirtió en el gran alimento para toda la humanidad y para siempre, dondequiera que se celebre la Eucaristía.

Buscó y encontró el símbolo de la fraternidad y de la unión de los hombres con Dios. El pan es el gran alimento. Es siempre comestible. Se puede comer solo o en familia. Nos lo podemos llevar yendo de camino. Y si vamos con grupo y lo compartimos… nos convertimos en compañeros (del latín companio ‘que comparte el pan’). Nos pone en comunión. Buenos y enfermos, lo podemos partir, darlo o recibirlo, o guardarlo, y nos será siempre útil cuando tengamos hambre. Si tenemos, caminamos seguros. Si no, nos convertimos en pedigüeños. El pan lo podemos acompañar con salsas, carne, legumbres… Es realmente el servidor de todos los alimentos.

Con todo esto, Jesús nos quiso enseñar que se quería quedar con nosotros. Siempre a nuestro servicio, siempre disponible. Que entendiéramos que nunca nos faltaría en el camino de la vida.

«Es una maravilla —me decía un día un amigo—: el alimento más sencillo, el que todo el mundo puede tener, está destinado a convertirse en símbolo de su amor, de su presencia en el sagrario, de su veneración en la custodia. Realmente Jesús no podía encontrar un símbolo mejor, que hablara tan claramente a toda la humanidad, que nos enseñara que Dios está siempre a nuestra disposición.» Se hace servidor nuestro.

El Padre ya lo enseñó en el Antiguo Testamento. Melquisedec acogió a Abrahán en Jerusalén con pan y vino (cf. Gn 14,18). Y esto prefigurará su propia ofrenda. En el templo de la Antigua Alianza, el pan y el vino era ofrecidos en señal de reconocimiento del Creador.

Reciben un nuevo significado en el contexto del Éxodo. Los panes ácimos que los judíos compartían en Pascua eran recuerdo y memorial de la liberación de Egipto y, por tanto, el inicio de una nueva vida lejos de los opresores. Salida hecha con prisas porque los amos no se arrepintieran de haberlos dejado marchar hacia el desierto, como efectivamente pasó. El recuerdo del maná, recogido cada madrugada en el desierto, sugerirá siempre a Israel que tiene que vivir del pan de la Palabra de Dios (cf. Dt 8,3).

Y, finalmente, el pan de cada día es el fruto de la tierra prometida que les dice que Dios fue fiel a sus promesas.

El vino aporta a la comida el signo de la alegría jovial y joven, festiva y alentadora, que hace pensar en la dimensión futura —«escatológica», dicen los sabios— de la espera mesiánica y del restablecimiento de Jerusalén.

Jesús, en su gran comida de despedida, en la santa cena, en su primera y única misa, dará un nuevo y definitivo sentido a la bendición del pan y del cáliz que «recibimos de tu generosidad…».

Pensamos también en el milagro de la multiplicación de los panes, después que Jesús los hubiera bendecido, partido y distribuido a todo el mundo mediante los discípulos más próximos, los apóstoles, que ya prefiguran este único pan que es la Eucaristía (cf. Mc 14).

El signo del agua convertida en vino en Caná (cf. Jn 2,11) anuncia la hora de la glorificación de Jesús. Manifiesta el cumplimiento del banquete de bodas del Cordero – Esposo de la Iglesia que lo beberá convertido en la Sangre de Cristo.

Pan y vino, pues, son los signos necesarios del núcleo del ofertorio. Si no estuvieran, no podríamos celebrar misa.

Un día en Ruanda fui a visitar una comunidad lejana y me olvidé del vino. Había mucha gente. Y tuve que pedir a dos jóvenes ágiles y valientes, dándoles una nota para el compañero que se había quedado en Rwankuba: «Subid la cuesta deprisa y bajadla volando», les dije. Y la misa no pudo empezar hasta tres horas más tarde. Fueron pacientes. Cantaban y yo confesaba. Sin el vino no podía celebrar la misa.

Una cosa tan sencilla. Pero Dios es así. No somos nada, pero ahí es nada. Es decir, para una cosa tan excelsa como es la Eucaristía, Dios se ha querido atar las manos, por así decirlo. Si el sacerdote no está, no hay misa. Si no hay pan, no hay misa. Si falta el vino, no hay misa. Todos son instrumentos sencillísimos ante el poder infinito de Dios. Pero necesarios.

Realmente el ofertorio nos hace entender muchas cosas que nos muestran la humildad de Dios. Lo ha querido así. Nos necesita. Y no somos nada. Misterio de amor que parece valorarnos tanto que se me hace incomprensible.

El hecho es que, como dice el Ordenamiento del Misal Romano, n.º 77, con el pan y el vino le hemos presentado la ofrenda que contiene nuestra vida para que sea transformada por el Espíritu Santo en el sacrificio de Cristo y nos convierta en él, en una sola ofrenda espiritual agradable al Padre.

¡Oh dimensión divina de la misa a la cual nos adherimos desde nuestra fe más profunda! Como el enfermo del evangelio, tengo que decir: Creo, Señor, pero ayuda mi poca fe (Mc 9,24).