Varias veces he encontrado a personas, especialmente religiosas, que me han pedido que, en el momento del ofertorio, las pusiera sobre la patena para ser ofrecidas juntamente con el pan que será Eucaristía. Es una devoción delicada y excelente, puesto que manifiesta su deseo de ser totalmente ofrecidas junto a Jesús.
Cuando el sacerdote pone unas gotas de agua en el vino del cáliz, dice: «Que como estas gotas de agua se mezclan con el vino, signo de la alianza de Dios con nuestra humanidad, así también nosotros participemos de su divinidad.»
En el ofertorio el celebrante ofrece el «pan, fruto de la tierra y del trabajo del hombre». Igualmente, el «vino, fruto de la vid y del trabajo del hombre».
En el ofertorio, pues, aportamos el fruto de nuestro trabajo y de nuestras vidas. Todo lo debemos a Dios, el Creador, pero él nos ha querido asociar a la pasta de harina y al mosto de la uva. Porque todo lo ofrecemos al Padre mientras lo bendecimos. Y como el pan simboliza todo el fruto de nuestro trabajo, este gesto de ofrenda es profecía y compromiso.
Es profecía, porque con el pan ofrecemos el pedacito que hemos elaborado que contiene, no solo todo nuestro ser y trabajo, sino también todo el universo, todo lo que hacen los hombres y mujeres de la tierra. Así cumplimos el himno que recitamos el miércoles en las vísperas de la liturgia de las horas. Él es imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura; porque por medio de él fueron creadas todas las cosas… Y continúa todavía: Porque en él quiso Dios que residiera toda la plenitud. Y por él quiso reconciliar consigo todos los seres: los del cielo y los de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz (Col 1,12-20).
¡Visión sublime! Todo es de Dios, pasa por él y vuelve hacia él
Nuestro ofertorio simboliza y profetiza la entrega a Dios de todo lo que existe; por lo tanto, de todo lo que somos y hacemos en el corazón de la creación. Todo está destinado a él. Todos los hombres y todo el universo.
Y el ofertorio es compromiso, porque ofrecemos todo lo que Dios nos ha dado. Pasa por nuestras manos sacerdotales y levantamos la patena del pan y el cáliz del vino para que lo bendiga el Espíritu Santo y se convierta en el cuerpo y la sangre de Cristo. Si Cristo entra en el alma de la materia para transubstanciarla, también nosotros nos ofrecemos para que Dios nos transforme y nos santifique. Y cuanto más conscientes seamos de esto, más respeto tendremos por todas las cosas creadas.
«¡Callad! No gritéis tanto», decía san Francisco de Sales cuando paseaba, ya viejecito, con el bastón y tocaba las flores: «Ya sé que me decís que tengo que amar más Dios.»
También esta dimensión del ofertorio es extraordinaria. Todo lo presentamos a Dios, bueno y bendiciéndolo: «Bendito seas, Señor, por este pan… y este vino…» Bendecir es un arte.
Ya por la mañana, al despertarnos, nos sentimos bendecidos y bendecimos, porque bendecir significa reconocer el bien infinito que forma parte de la trama del universo. El pan y el vino del ofertorio forman parte del universo. Lo contienen de manera eminente porque se convertirán en pocos minutos en el cuerpo y sangre de Cristo. Bendecid siempre, dice la Escritura (Rm 12,24). Esparcid el perfume de la alegría a todos aquellos con quienes os encontréis. Yo os bendigo cuando os veo en misa. Y pido vuestra bendición. Que juntos extendamos la bendición de Dios a nuestros familiares y amigos. A los que veremos por las calles, en el mercado… Nuestra bendición esparce semillas de sanación que algún día florecerán de gozo.
Cuando alguien manifiesta algún grado de agresividad o está de mal humor, bendigámoslo. Que Dios transforme su amargura en la paz que necesita su corazón.
Bendecir significa desear y querer incondicionalmente un bien ilimitado para la persona amada y para todos los que lo necesiten. Bendecir en el ofertorio de la misa es ya venerar y considerar con total admiración a los creyentes que comulgarán y que recibirán, en lo más íntimo de su ser, la vida de Dios.
Sí, cuando decimos: «Bendito seas, Señor, Dios del universo», sabemos que él quiere que bendigamos a todos los hombres que están destinados a recibir la protección divina, que pensemos en ellos con profundo reconocimiento, que los recordemos con gratitud. Bendecirlos significa también llamar para que la felicidad venga a todos ellos.
Bendecirlo todo es la forma suprema del don.
Aquellos a quienes bendecimos, en el pan y en el vino, quizás nunca sabrán de dónde ha salido el rayo de sol que, agujereando las nubes, ha iluminado su camino de espinas.
Hagamos entrar, pues, en esta gran bendición que damos al Señor Dios del universo, a todos sus hijos, por los que ha entregado a su Hijo, que bajará sobre este altar dentro de unos momentos.
Y sintámonos también nosotros, quienes ofrecemos este sacrificio salvador, bendecidos por su bondad. Por lo tanto, bajo la pauta del sacerdote que introduce y concluye, «el pueblo, ejerciendo el propio sacerdocio bautismal, ofrece a Dios plegarias por la salvación de todos» (Misal Romano, n.º 69).