Dice el ritual:

—Orad, hermanos, para que este sacrificio, mío y vuestro, sea agradable a Dios, Padre todopoderoso.

—El Señor reciba de tus manos este sacrificio, para alabanza y gloria de su nombre, para nuestro bien y el de toda su santa Iglesia.

Nos disponemos a entrar en la parte central de la misa y el sacerdote pide la ayuda de los fieles y de la comunidad de carmelitas.

«Orad, hermanos…»

El presbítero que preside sabe muy bien que lo que está a punto de iniciar, el prefacio y especialmente la consagración, está por encima de sus fuerzas. Que él solo no puede nada y que necesita que la asamblea ore más intensamente. Y ruegue por él.

«… para que este sacrificio, mío y vuestro, sea agradable a Dios, Padre todopoderoso.»

El sacrificio que vamos a ofrecer es la obra principal de «Cristo Sacerdote y de su Cuerpo que es la Iglesia, y es la acción sagrada por excelencia, que no se puede comparar con ninguna otra» (Concilio Vaticano II, SC 7). Aquí vemos por qué la Iglesia y los santos insisten tanto en el valor de la Eucaristía.

Santo Tomás decía: «La celebración de la misa es tan poderosa como la muerte de Cristo en la cruz.» Santa Teresa de Ávila tenía la misma convicción: «¿Qué sería de nosotros sin la misa? Moriríamos todos, porque solo ella nos sostiene en los brazos de Dios.»

Si el mundo se aguanta es porque siempre hay, entre la tierra y el cielo, una Hostia sagrada que se levanta como el sol y que grita: «¡Padre, misericordia!» Y el Padre escucha a su Hijo amado, en quien encuentra toda complacencia.

Como ya dije otra vez, hubo un tiempo después del último concilio en que se decía que, si no había asamblea, no sería necesario celebrar la misa. San Pablo VI reaccionó y dijo que ningún sacerdote dejara de celebrar la misa.

Y san Juan Pablo II, en una carta de un Jueves Santo, insistió igualmente diciendo que «en la misa abrazamos al mundo». Y también dijo que la misa es «el centro de la vida de toda la Iglesia».

El sacrificio de la misa tiene un valor en sí mismo. Actúa ex opere operato («por propia fuerza, en sí mismo»). Cuando se celebra, es Cristo quién actúa y tiene un valor infinito, independientemente de las disposiciones del celebrante.

El Cura de Ars, cuando estaba en el altar, decía que todas las buenas obras del mundo no eran nada en comparación con una misa; porque todas las obras son humanas, mientras que la misa es obra de Dios mismo. El sacerdote tiene que ser edificante y ejemplar, porque tiene que ayudar a la gente a amar la misa. Pero la celebración eucarística es inseparable de la Iglesia, de su fe y de su amor por su Esposo.

Escuchemos el testimonio de tres grandes amigos de Dios:

—El beato Carlos de Foucauld, cuando se ordenó sacerdote, lo justificaba así: «El hombre no puede imitar más perfectamente a nuestro Señor que cuando ofrece el santo sacrificio o cuando administra los sacramentos. Celebrando la Eucaristía dará a Dios la gloria más grande y hará el mayor bien a los hombres.»

—Santo Domingo, en sus viajes visitando a sus frailes, siempre se paraba en un lugar u otro donde poder celebrar la misa.

—En una entrevista, el P. Guy Gilbert, conocido como el «cura de los motoristas» y gran contemplativo, preguntado por un periodista sobre cuál era el momento más importante de su vida, respondió: «Hacer bajar al Amor a mis manos de arcilla. La misa es mi momento más feliz. Es fabuloso el hacer presente al mismo Jesús de hace dos mil años, con las palabras de la consagración. Si el sacerdote cree realmente en la Eucaristía… la gente lo ve, vienen y participan.»

Continúa el ritual:

«Y el pueblo responde: “El Señor reciba de tus manos este sacrificio, para alabanza y gloria de su nombre, para nuestro bien y el de toda su santa Iglesia.”»

Estas palabras expresan la grandeza de la fe de la Iglesia, enseñada, movida y guiada por el Espíritu Santo.

Es una gran plegaria de intercesión. Por la Eucaristía, el Señor quiere ser glorificado y procura nuestro bien y el de toda su santa Iglesia, que es el Cuerpo de Cristo.

De este modo rogamos por los vivos y por los difuntos. Por la Eucaristía el Señor nos quiere unir a todos junto a Cristo.

Antes de morir, santa Mónica, madre de san Agustín, no pidió otra cosa a sus hijos más que le ofrecieran misas. Habiendo convertido a sus hijos con sus oraciones y lágrimas, no deseaba nada más que ver a Dios.

San Jerónimo decía que, por cada misa celebrada devotamente, muchas almas salían del purgatorio para ir hacia Dios.

Benedicto XV, a principios del siglo xx, decía, que «el provecho de la misa es mucho más útil para los vivos que para los difuntos. Muchos ignoran que vale más celebrar misas mientras están en este mundo que esperar a que sus familiares los encomienden después de muertos».

La misa es la acción de gracias de Jesús al Padre, por haberle ofrecido el poder entregarse por nosotros hasta la muerte en cruz, mostrándonos así el amor infinito de Dios.

La misa es para nosotros un momento privilegiado para agradecer al Padre, con Jesucristo, los múltiples dones de su gracia.

En la misa agradecemos el amor derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que sale del corazón abierto de Cristo.

Por la misa reconozco que yo solo no soy nada; que no soy yo quien ha venido, sino que he sido invitado. Sí, «dichosos los invitados al banquete de bodas del Cordero».

Participar en la misa es reconocer humildemente que dependo de Otro; que mi vida depende de Dios y que lo necesito para vivir sobrenaturalmente. Dependo de un buen Padre.