No puede negarse que la santidad anónima y oculta de la innumerable multitud de los bienaventurados –aquellos que recordamos en la fiesta de Todos los santos– puede superar en gracia y en gloria a la de otros que veneramos en los altares.
La canonización de los santos se ordena al bien del pueblo cristiano, porque nos lo propone no sólo como intercesores, sino como modelos ejemplares a imitar. Por esto, solo [los] santos que de algún modo han sido conocidos públicamente son objeto de tal honor. Es evidente, no obstante, que, ocultos en Cristo a los ojos de los hombres mundanos, innumerables fieles son miembros vivos de la Iglesia y la [medida] de su santidad no es sino su amor a Dios y a los hombres y el fiel cumplimiento de la divina voluntad en su vida.
Esta santidad, oculta pero eminente, puede darse en la intimidad de una comunidad contemplativa, o bien en la cotidianidad «sin historia» de la vida común y ordinaria: en la familia, en el trabajo, en la salud y en la enfermedad, en la mayor o menor abundancia de bienes terrenos; en todo caso la vida cotidiana no sólo no puede quedar excluida del llamamiento a la perfección y a la santidad, sino que nadie podría santificarse en ninguna dimensión, [laica] o eclesiástica, humilde [o] elevada, privada o pública, si no llevase «cotidianamente» su cruz siguiendo cada día a su Señor, aceptando en cada momento su carga ligera y su yugo suave.
Algunas veces he oído lamentar que la Iglesia no canonice a gente común y desconocida. Creo que se equivocan los que dicen esto. La grandeza de la vida oculta está en su mismo ocultamiento. Pero la ejemplaridad del cumplimiento perfecto de la voluntad de Dios no ha quedado sin manifestarse en el pueblo cristiano.
Hemos de caer en la cuenta de que los ejemplos universalmente valiosos, aptos para ser imitados por todos los sencillos y humildes, los hallamos en Nazaret: en el Verbo encarnado, Hijo del Padre celeste y de María; en María la humilde sierva del Señor, Madre de Dios que ejerce su misión excelsa en el silencio de una vida doméstica y aldeana; en José, el glorioso Patriarca «hijo de David», «esposo de María», «hombre justo», artesano del que el Hijo de Dios quiso ser llamado Hijo.
Si buscamos el ejemplo apto para la santidad de vida en lo común y cotidiano, no hemos de esperar a que la Iglesia escoja alguno entre innumerables cristianos fervientes y santos en la vida oculta. Vida oculta vivió Jesús, el Hijo de Dios, nuestro Salvador, durante treinta años. Precisamente la grandeza del testimonio evangélico es que fuese suficiente decir que Jesús vivía en obediencia a sus padres y que era conocido en Nazaret como el Hijo de José, el «artesano», «el hijo del artesano».
Con María, y ejerciendo su oficio de custodio del Redentor, José vivió durante un período del que ni siquiera conocemos su duración, por haber terminado antes del comienzo de la vida pública de Cristo, como solícito y providente cabeza paterna de la Familia en la que tiene la Iglesia universal su origen. El elocuentísimo silencio del Evangelio no hace sino subrayar más fuertemente el hecho de la santidad eminente del glorioso Patriarca, puesto al frente de la Familia del Señor.
No nos faltan a los cristianos ejemplos para la santidad de nuestra vida ordinaria, para esta santidad de la que nada han de decir los libros de historia, los medios de comunicación social, o las habladurías mundanas, siempre atentas a la grandeza ruidosa y vacía de la riqueza, la vanagloria o el poder; Jesús, María y José son los ejemplos propuestos a todos para aquella santidad a que todos somos llamados: la santidad de lo ordinario y de lo pequeño, la santidad familiar y casera de todos los días.
Francisco Canals Vidal,
La Montaña de san José (noviembre-diciembre de 1991) 18-19