Nathan Pinkoski

El libro de Alasdair MacIntyre Tras la Virtud es conocido por sostener dos argumentos. La primera mitad del libro critica a la Ilustración como un proyecto condenado al fracaso por sus errores filosóficos. La segunda mitad del libro demuestra la necesidad de las virtudes en la vida social y política. Pero la filosofía moral moderna y las instituciones sociales y políticas modernas rechazan las virtudes, impidiendo así que la humanidad prospere. Dado que carecemos de recursos para derrocar las ideologías modernas, el cultivo de las virtudes será marginal y tendrá lugar en la periferia de la modernidad. Por eso MacIntyre termina su libro con la esperanza de un nuevo San Benito.

Entre estos dos argumentos hay un aparente paréntesis: una discusión sobre la filosofía de las ciencias sociales y una crítica de los expertos. Deberíamos leer estos capítulos cuidadosamente justo ahora. Porque la crisis actual está siendo desencadenada por las conclusiones de los expertos, conclusiones que tienen enormes consecuencias para la vida cotidiana.

MacIntyre sostiene que la legitimidad de las instituciones administrativas depende de cómo resolvamos una cuestión de filosofía de las ciencias sociales. Para legitimar el gerencialismo de la gestión pública tenemos que afirmar que es posible hacer generalizaciones que tomen forma de ley y que tales leyes permiten a los expertos predecir el futuro. En varias y convincentes páginas, MacIntyre muestra que ninguno de estos presupuestos pasa el examen, porque no pueden explicar la presencia de la imprevisibilidad sistemática en los asuntos humanos.

Pero una refutación filosófica de la pretensión de las ciencias sociales de poseer las «leyes de la sociedad», de la misma manera que las ciencias naturales conocen las leyes de la naturaleza no es realmente la principal preocupación de MacIntyre, que está más interesado en cómo la soberbia de las predicciones se utiliza en la vida social.

A diferencia de otros críticos, MacIntyre considera que los expertos en gestión pública son impotentes. Las burocracias corporativas no pueden dirigir un país; apenas pueden dirigirse a ellas mismas. Sin embargo, el recurso a la autoridad de los expertos se utiliza para hacer incuestionables los pronunciamientos de quienes gobiernan. Los expertos declaran que los no expertos son incapaces de reflexión, excluyendo a los seres humanos ordinarios del debate por su supuesta incompetencia. El triunfo de los «expertos» produce:

no un control social científicamente gestionado, sino una hábil y dramática imitación de dicho control. Es el éxito histriónico lo que da poder y autoridad en nuestra cultura. El burócrata más efectivo es el mejor actor.

MacIntyre advierte contra el personaje del gestor, que sistemáticamente perpetúa la creencia en la ficción de su dominio de experto mientras actúa como un actor en un teatro en el que es protagonista.

MacIntyre observa el papel de algunos personajes menores en esta obra teatral. Hay no expertos que justifican el culto a los expertos. Esto es especialmente común en la cultura política. John F. Kennedy, por ejemplo, declaró que «la mayoría de los problemas… que enfrentamos ahora, son problemas técnicos, son problemas administrativos… tratan de cuestiones que ya están más allá de la comprensión de la mayoría de los hombres«. Creía firmemente en los expertos. En las últimas semanas, hemos asistido recurrentemente al espectáculo de unos medios de comunicación reduciendo a todo el mundo al silencio. Hay que obedecer a los «expertos». Quienes no lo hacen son culpables de instigar una «guerra a los expertos» o una «guerra a la ciencia».

MacIntyre no niega la existencia de expertos. Concede que los expertos puedan hacer modestas contribuciones al debate público, ayudando a los ciudadanos y a sus líderes a hacer juicios prudentes. En cambio, pone en cuestión la idea de una casta de expertos, suprema y poseedora de autoridad, cuyos juicios son irrefutables.

Esta idea es endeble porque la unidad entre los expertos es a menudo una ficción: los expertos discuten entre ellos. De hecho, incluso los fenómenos sociales más cuidadosamente estudiados provocan discusiones mucho después de haber concluido. Las discusiones sobre las verdaderas lecciones a extraer de la Gran Depresión, la Gran Sociedad y la Gran Guerra continúan sin cesar. Bien entendido, el trabajo de los expertos no es legitimar al poder. Sirviendo a los fines de una verdadera investigación y de la verdadera ciencia, arroja una luz siempre parcial sobre los asuntos humanos y nos ayuda a entender mejor nuestra condición de animales sociales.

MacIntyre no cree que las ciencias sociales puedan seguir siendo científicas en sentido propio, porque las presiones institucionales para distorsionarlas son demasiado grandes. Los «expertos» y sus exageradas afirmaciones son demasiado valiosos políticamente. El actor dirigente de las grandes obras de teatro de nuestro tiempo codicia los pronunciamientos legitimadores de los expertos. Porque los expertos -más aún en momentos de crisis- legitiman el comportamiento del poder y deslegitiman a quienes lo cuestionan. Esta es una herramienta muy útil para aquellos que ejercen el poder. Tiene la ventaja añadida de proteger a quien lo ostenta de las recriminaciones si las cosas salen mal: «Estaba siguiendo el consejo de los mejores expertos». Esta protección contra las recriminaciones es el servicio más valioso que los consultores en gestión pública proporcionan a los dirigentes políticos.

La creciente importancia de los expertos ha hecho un gran daño, sostiene MacIntyre. Se interpone en el camino del juicio práctico basado en la jerarquía de bienes que establecen para nosotros los fines de la acción. Exagerar las capacidades de los expertos promueve el sensacionalismo de los resultados que caracteriza la vida política y social moderna. La crítica de los expertos no es pues un mero paréntesis en Tras la Virtud. Es un rasgo clave de la modernidad que impide el desarrollo humano, manteniendo las virtudes como marginales y haciendo que sólo nos quede esperar un nuevo San Benito.

Al reflexionar sobre la crisis del COVID-19, no tenemos que estar completamente de acuerdo con el pesimismo general de MacIntyre sobre nuestras instituciones políticas y sociales. No necesitamos cuestionar las medidas de confinamiento en vigor. Pero si nos preocupa el futuro de nuestras sociedades, tenemos que plantear una simple pregunta: ¿Tienen los expertos en gestión pública que actúan en el drama de esta crisis una comprensión adecuada de la jerarquía de los bienes humanos?

Los expertos, incluidos los expertos en salud pública, suelen suponer que el centro de su trabajo constituye el bien más elevado en la jerarquía de los bienes humanos. Así pues, los economistas asumen la maximización de la utilidad, los psicólogos lo identifican con el bienestar mental o emocional y los expertos en salud pública se centran en el alivio del sufrimiento y la prevención de la muerte. Todas son cosas buenas, es cierto, pero el asesoramiento de los expertos sobre la forma de conseguirlas funciona mejor dentro de una visión más integrada del bien, una que esté basada en la sabiduría, no en las opiniones de los expertos.

Podemos ver esta necesidad de una autoridad mayor que la de los expertos  en cómo se dirige una guerra, que precisamente se está utilizando tanto como metáfora de nuestra actual lucha contra la enfermedad. Es justo en situaciones de guerra cuando miramos a aquellos que ocupan cargos políticos -líderes que no son expertos ni gestores administrativos- para entender, evaluar y mantener en equilibrio la jerarquía de los bienes humanos. Como dijo Georges Clemenceau, exasperado por la ignorancia política, y en realidad humana, de los expertos militares, «¡La guerre! C’est une chose trop grave pour la confier à des militaires.» (¡La guerra! Es algo demasiado grave como para confiársela a militares).

Nathan Pinkoski es investigador en el St. Michael’s College en la Universidad Toronto.

Publicado en First Things el 30 de marzo de 2020.