Empezamos la gran plegaria eucarística con este diálogo con la asamblea:

—El Señor esté con vosotros.

Ahora y más que nunca, todo lo hacemos con el Señor y nada sin el Señor.

—¡Levantemos el corazón!

—Lo tenemos levantado hacia el Señor.

¡Aleluya!

Jesús que viene es nuestra alegría. Y para manifestarla todos nos ponemos en pie. Somos el pueblo de Dios que, atravesado el desierto, se dispone a entrar en la tierra prometida. Alegría, pues, por parte de todos. En Pentecostés del Año Jubilar de 1975, san Pablo VI nos dejó un documento exquisito: Gaudete in Domino, «Alegraos en el Señor».

Es un año que él vivió con mucha intensidad mística. A pesar de que ya era muy criticado —mártir del Concilio—, decía: «Habrá que volver a aprender las múltiples alegrías humanas que el Creador pone en nuestro camino: la alegría exultante de la existencia y de la vida, la alegría del amor casto y santificado, la alegría pacificadora de la naturaleza y del silencio… la alegría del deber cumplido, la alegría del servicio, de compartir, la alegría exigente del sacrificio.»

¡Levantemos el corazón!

Alegría porque Jesús, nuestro Salvador, está cerca, está a punto de llegar, ya está a la puerta.

Y el pueblo responde: «Lo tenemos levantado hacia el Señor.» Es, ha de ser, una respuesta entusiasta. Conectada con el canto del Sanctus, sanctus, sanctus.

—Demos gracias al Señor, nuestro Dios.

Es justo y necesario.

Hace falta que vayamos entrando en una transformación interior para participar jubilosamente en el sacrificio de acción de gracias de Jesucristo. Jesús, muriendo de amor, nos transformó en amantes. Amantes agradecidos. Por eso nos ponemos en actitud de alabanza. Mejor dicho, nos tenemos que unir a Jesús, que, obedeciendo al Padre en la cruz, goza de la obra de la creación. Presenta al Padre a toda persona y a toda cosa querida por Dios, la libera del pecado y la purifica para honrar al Padre. Por Cristo la Iglesia puede ofrecer este sacrificio de alabanza agradeciendo todo lo que Dios ha hecho de bueno, bello y justo en la creación y en la humanidad.

Demos gracias «al Señor, nuestro Dios» por la inmensa cantidad de favores recibidos. Por la creación, la encarnación, la redención y la santificación. Hagamos «eucaristía», que quiere decir en primer lugar y antes que todo «acción de gracias». En el fondo manifestamos al Padre, en Jesucristo, que estamos contentos de vivir, de amar, de disfrutar de la luz del sol y de la escondida luna. Que estamos contentos de los hermanos, padres y madres, del pueblo, de los caminos y de los alimentos, de las estrellas y de todas las criaturas de Dios. Dios nos quiere contentos y felices. Y sobre todo, agradecidos.

La Eucaristía es, pues, un sacrificio de alabanza, por medio del cual la Iglesia canta la gloria de Dios en nombre de toda la creación. Y esto solo es posible a través de Jesucristo. Él nos une a su persona, a su alabanza, a su intercesión… a fin de que todo sea ofrecido al Padre por Cristo, con Cristo y pueda ser aceptado en él.

Y seguidamente empieza el Prefacio, que es la gran oración de acción de gracias y que introduce el canon con la consagración.

Es esencial pero variable. Hay más de 125 prefacios aprobados por la Iglesia. Y se entiende, porque tenemos infinitas cosas para agradecer.

Escojo el de la Plegaria Eucarística II, porque es, parece, la más antigua y tiene una fuerza impactante. Nos muestra que, como criaturas de Dios, no podemos vivir sin agradecimiento.

«En verdad es justo…» (el que no sabe agradecer es injusto con Dios y se atribuye a sí mismo el ser y el existir, cosa absurda).

«… y necesario…» (como el respirar y el comer; sin agradecer no se puede vivir).

«… es nuestro deber…» (lo exige la fe y la buena educación).

«… y salvación…» (el que no agradece no se puede salvar).

«… darte gracias, siempre y en todo lugar, Señor, Padre Santo…» (el siempre es siempre). No nos podemos olvidar de ello: ni en los buenos momentos, ni en los malos, ni en la vida, ni en la muerte, ni en la salud, ni en la enfermedad.

Un día un abuelo le daba una galleta a una niña de cuatro años. «Di gracias…» Silencio. «Di gracias…» Silencio. Y prefirió no coger la galleta.

¡Qué pena me dio! Si los padres no enseñan a los hijos a decir gracias, tampoco se lo sabrán decir a Dios.

Dar gracias pide humildad. El orgulloso no lo puede hacer porque se cree poderoso. Y es antipático, además de injusto. En el cielo no podrá entrar ni un gramo de orgullo. La humildad agradecida, en cambio, es fuente de muchas más gracias.

Vi a un abuelo agradecido que cogía las dos manos de la enfermera. «Gracias, gracias…», le decía. «Cuidar a gente así es gratificante», dijo al salir la cuidadora.

El agradecimiento es fuente de muchas gracias. Cuanto mayor, más efectivo. Gracias, Señor. Es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias. Sobre todo, en estos momentos antes de la consagración.