«… te damos gracias por Jesucristo, tu Hijo amado.»

Es por Jesús, el Hijo amado, por quien damos gracias al Padre, porque Dios amó tanto al mundo, que dio a su Hijo único (Jn 3,16). Y como en la Biblia hay una gran coherencia, ya en Jeremías 31,3 nos dice a cada uno: Te amo con un amor eterno. Y en Jn 13,1: Sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo.

Más, ya no se puede amar.

Agradecemos al Padre el amor infinito que nos tiene en Jesucristo. El amor que es la fuente de todos los bienes, de todos los favores y de nuestra salvación.

El prefacio lo continúa desgranando con tres pensamientos esenciales, que son la base de nuestra fe.

«Por él, que es tu Palabra, hiciste todas las cosas.» No solo agradecemos la creación, sino también su manera y finalidad. El Verbo es la quilla del barco del universo que nos conduce con acierto hacia el desempeño perfecto del hombre total. Por eso:

«Tú nos lo enviaste para que, hecho hombre por obra del Espíritu Santo y nacido de María la Virgen, fuera nuestro Salvador y Redentor

¡Cómo me gusta que el Padre haya querido colaborar con el Espíritu Santo y la Virgen María! Estas fórmulas tan concisas son una fuente de contemplación inefable, maravillosa y encantadora. Dicen tanto en tan pocas palabras que piden tiempos de catequesis, de reflexión y de adoración.

«Él, en cumplimiento de tu voluntad, para destruir la muerte y manifestar la resurrección, extendió sus brazos en la cruz, y así adquirió para ti un pueblo santo

Se explica el misterio pascual. Es signo de su amor infinito. Muere y resucita para darnos la vida a todos nosotros.

¡Oh grandeza del Hijo humilde y obediente, entregado hasta el extremo para abrirnos el camino que nos llevará a participar de su vida divina! Los brazos extendidos en cruz tocan los dos mundos y nos hacen de puente para pasarnos hacia la vida eterna. Dios totalmente volcado en nosotros, pobres hormigas inútiles. Dándose del todo. Como si no tuviera nada más que hacer. Me asusto de verme tan amado. Es inconcebible para nuestra pequeña inteligencia.

La acción de gracias de estos momentos nos pide tener en cuenta dos aspectos que siempre van juntos y que nos llevan a hacer crecer nuestro deseo de amor y de unión a Cristo. En un primer momento se reaviva el recuerdo del amor que nos dirige hacia más amor, y en un segundo momento la persona se prosterna interiormente dando gracias y alabando a Dios por ser quién es y por cómo nos ama.

San Hipólito escribe: «Los judíos dan gracias al Padre, pero no por el Hijo, a quien no conocen o no aceptan.» En cada Eucaristía Cristo da gracias por la salvación que el Padre del cielo no cesa de realizar a través del don de su Hijo. Esto hace crecer nuestro deseo de amor y de unión a Dios.

Dice una historieta que un marido que amaba mucho a su mujer tuvo que irse unos cuantos meses a la guerra. Le escribía una carta diaria. Al volver, la encontró fría e indiferente.

—Pero, ¿qué te pasa? —le dijo—. ¿No has recibido mis cartas?

—¡Ah, sí! —responde—. Mira, todas están en esta caja.

Y el marido se quedó helado viendo que no había leído ninguna. ¡Qué decepción!

Las dos maneras de acercarnos a la Eucaristía, que normalmente tienen que ir juntas, son la sacramental y la espiritual que se concreta en el deseo. Comulgar sin deseo sería caer en la rutina y la tibieza.

Santo Tomás de Aquino dice que podemos tener un bautismo de deseo. Esto també sucede con la Eucaristía. Algunos toman espiritualmente el santo Sacramento antes de recibirlo sacramentalmente.

Bossuet tiene esta bella expresión: «El ejercicio del perfecto amor es desear constantemente recibir a Jesucristo.»

Santa Margarita María de Alacoque dice que tiene tanto deseo de recibir a Jesús que estaría dispuesta a andar sobre las brasas para poder comulgar.

San Agustín dice que la Virgen María concibió a Jesús en su corazón antes de concebirlo en su carne.

En la acción de gracias del Prefacio, creo que hacemos una cosa parecida cuando lo rezamos o lo cantamos, antes de la consagración y de la comunión. Los prefacios están hechos para que demos gracias anticipadas por los milagros que pasarán dentro de un instante en la consagración y en la comunión.

Para que entendamos que, con Jesús que está a punto de venir, ya no seré polvo, ceniza y pecado, sino que seré liberado de mi prisión material y corporal, deseo vivamente recibir los dones celestiales que durarán para siempre.

Debemos disponernos a este deseo amoroso para participar de los misterios que se acercan.

Yo viví en Ruanda un año en una casa de espiritualidad que se llamaba Hogar de la Caridad. Formaban parte de una institución, fundada por una mística francesa que se llamaba Marta Robin, paralítica y que se alimentó solo de la Eucaristía durante sus últimos cuarenta años. Amaba mucho a Jesús y vivía orando y ofreciéndose por la salvación del mundo. Cuando le llevaban la comunión, la sagrada hostia se iba de los dedos del sacerdote y entraba sola en la boca y en el cuerpo de la mística, ahora sierva de Dios, Marta Robin. ¡Tanto era el deseo que tenía de recibir Jesús! Esto me lo explicó el P. Guy Claessens, que, cuando se preparaba para fundar en Ruanda el Hogar de la Caridad, pasó un tiempo en la casa central y le había llevado varias veces la comunión.

Jesús quiere ser deseado. Porque el deseo es el lenguaje del amor.