El Prefacio acaba así: «Por eso, con los ángeles y los santos cantamos tu gloria diciendo…» Y todo el mundo aclama: «Santo, santo, santo es el Señor, Dios del universo. Llenos están el cielo y la tierra de tu gloria. Hosanna en el cielo. Bendito el que viene en nombre del Señor. Hosanna en el cielo.»
Es una consecuencia excelsa de la plegaria sacerdotal llamada Prefacio. Es un unirnos con todos los ángeles y los santos de la liturgia celestial. Es una alabanza bíblica que empieza con la vocación del profeta Isaías en tiempos muy difíciles, tanto que Senaquerib de Siria, que había conquistado el reino del Norte (Samaria), entonces ponía asedio a Jerusalén.
Isaías, el profeta de la santidad del Señor, fue al templo a orar por su pueblo y tuvo una gran visión de Dios sentado en un trono muy alto y los serafines se gritaban el uno al otro: Santo, santo, santo es el Señor del universo, toda la tierra está llena de su gloria. Isaías se asusta y dice: ¡Ay de mí! ¡Estoy perdido! Pero un ángel lo purifica con una brasa. Y después el Señor dice: ¿A quién enviaré? ¿Quién irá? Aquí estoy yo –respondí—, envíame a mí (Is 6,1-8).
Isaías proclamando la santidad de Dios salvó a Jerusalén. El ejército de Senaquerib se retiró, probablemente por una peste. Y el «Santo, santo, santo» quedó en la memoria del pueblo como una fuerza invencible. Después aparece en el Apocalipsis en una liturgia del cielo. Y todavía dura en nuestra liturgia de la tierra. Además, en las misas solemnes, lo cantamos.
Un día leí que, si en la misa solo cantáramos un canto, debería ser este: el «Santo, santo, santo». Es una fuerza contra los enemigos de la Iglesia y contra el diablo.
Es una aclamación doxológica (que glorifica a la Trinidad) y un gran acto de fe que tenemos que hacer inmediatamente antes de la consagración.
«Bendito el que viene en nombre del Señor.» Por supuesto que es Jesús quien está viniendo, que ya está a la puerta y que quiere que asistamos, participemos y adoremos en el momento de la consagración.
Para recibirlo bien necesitamos a María. Santa María, Madre de Dios y madre nuestra, ruega por nosotros. Nadie como ella tiene tanto interés para que poseamos un corazón limpio, generoso, respetuoso, amable y amante para recibirlo dignamente.
En su encíclica Redemptoris Mater («La Madre del Redentor»), san Juan Pablo II subraya el estrecho vínculo que hay entre María y la Eucaristía.
Un día una religiosa me decía que la misa se le hacía difícil, que se distraía mucho. «Ponte junto a María», le dije. Y, pocos días después, me confesó: «Padre, ha sido eficaz y maravilloso.» Ahora disfruta de participar en la misa junto a María. Es que Jesucristo es el hijo de María. Nadie lo ama tanto como ella, y tiene todo el interés del mundo en que sintamos y veneremos a Jesús que se ofrece por nosotros en la cruz, donde ella siempre ha estado presente y participante del santo sacrificio que salva al mundo. «María conduce a los fieles a la Eucaristía» (Redemptoris Mater, n.º 44).
Ella es la causa de nuestra alegría, porque nos ha dado a Jesús en Belén, lo ha ofrecido por nosotros en el templo, lo ha protegido por nosotros en la fuga a Egipto, lo ha alimentado y cuidado treinta años en Nazaret para prepararlo en su ofrenda vital. Intervino en Caná para que hiciera su primer milagro y creyéramos en él, y lo acompañó al Calvario para que no tuviéramos miedo de llevar la cruz y participar en la salvación del mundo.
María nos ayudará a bendecir al que viene en nombre del Señor, porque está ligada a la Eucaristía:
—como la Madre a su Hijo,
—como corredentora al único Redentor del universo,
—como mediadora de todas las gracias al Autor de toda gracia,
—como la nueva Eva al nuevo Adán,
—como Madre de la cabeza de la Iglesia a los miembros de su cuerpo.
María está, pues, presente en el misterio de la Eucaristía como lo está en los misterios de la Anunciación, de la Redención y de la Santificación.
Así, nadie como María me puede ayudar tanto a bendecir a quien viene en nombre del Señor. Y nadie como ella nos puede preparar tan bien para cantarle: «Hosanna en el cielo.» ¡Hosanna! Gloria a Dios. ¡Salve, bendito seas, oh Dios! Alabanza a Dios. Amén.
San Pablo VI, medio año antes de publicar la encíclica Evangelii nuntiandi, en Pentecostés de 1975, sorprendió al mundo católico con un documento dedicado a la alegría, la exhortación Gaudete in Domino («Alegraos en el Señor»). Su intención era clara: «Quisiéramos cantar como un himno para celebrar la divina alegría, para que resuene en todo el mundo y sobre todo dentro de la Iglesia; que la alegría se difunda en los corazones de los hombres junto con la caridad, la cual es el don que nos ha sido dado por medio del Espíritu Santo.»
«Aquí abajo —dice todavía el papa san Pablo VI— la alegría del Reino de Dios en realidad solo puede brotar de la celebración conjunta de la Muerte y la Resurrección del Señor. Esta es la ley de la vida cristiana y sobre todo de la vida apostólica.»