«Santo eres en verdad, Señor, fuente de toda santidad.»

El Padre es la fuente de toda santidad; todo lo debemos al Padre. Especialmente el gran sacramento que estamos empezando. Los santos misterios. Porque no solo celebramos un sacrificio de acción de gracias, como hemos dicho en el prefacio, sino también un sacrificio de adoración, un sacrificio por el perdón de los pecados y un sacrificio de intercesión. La tradición cristiana ha reconocido en el sacrificio de la misa cuatro actitudes de Cristo como gran sacerdote que se ofrece él mismo como víctima sobre la cruz. Vemos a Jesús que adora, que se ofrece por el perdón de los pecados, que da gracias y que intercede.

  1. Adora porque da su vida obedeciendo hasta la muerte, y una muerte de cruz (Flp 2,6). Porque se abandona totalmente al Dios de la Misericordia. Porque se humilla por amor al Padre y a los hombres. La adoración consiste en olvidarse totalmente de sí mismo para abandonarse en Dios. Es querer solo aquello que Dios quiere. Amar solo aquello que él ama. Amar como él ama.
  2. El Padre ha enviado a su Hijo para salvarnos de los pecados. Todos somos pecadores. Dice la primera carta de san Juan (1,8): Si afirmásemos que no tenemos pecado nos engañaríamos a nosotros mismos y la verdad no estaría en nosotros. Y más adelante (1Jn 2,2): Él es la víctima que expía nuestros pecados, y no tan solo los nuestros sino los del mundo entero. Lo tenemos que reconocer: solamente nuestra convicción de ser pecadores nos puede permitir acceder al misterio de la redención. Por lo tanto, nuestra participación en la misa es una cuestión de vida o muerte. Es por la sangre de Cristo que todos hemos sido rescatados (1Pe 1,18). En cada misa recibimos los frutos de la redención; los cristianos de la tierra y los ángeles y santos del cielo. El Cordero degollado es digno de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor y la gloria (Ap 5,12). ¡Cuántos mártires tenemos de la Eucaristía, por haber ido a misa! Solo en Siria, 140.000 en el año 2014. Leí de un chico de catorce años a quien los grupos asesinos del islam armado querían hacer renegar de su fe. Él se fue corriendo y tocó la campana gritando: «Jesús, Jesús, Jesús», y así murió acribillado por las balas de los fusiles mortíferos.
  3. De que la misa es un sacrificio de acción de gracias, ya hemos hablado. Es maravilloso saber que en cada Eucaristía Cristo da gracias por la salvación que el Padre del cielo concede a los hombres a través de su Hijo Jesús.
  4. Y es un sacrificio de intercesión. La entrega de Jesús empieza en la Eucaristía de la cena pascual que anticipa la cruz del Viernes Santo, donde orará: Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen (Lc 23,34). En la misa, cada vez que se nos hace presente en su sacrificio, Jesús pronuncia con amor los nombres de todos los que tenemos necesidad de ser salvados. Y ora todavía como nuestro primer abogado ante el Padre (1Jn 2,1).

Todas las plegarias que dirigimos a Dios Padre pasan por la intercesión de Cristo en el poder del Espíritu Santo. Por eso los cristianos de fe nos piden a los curas que oremos por ellos en la santa misa. «Póngame en la patena del ofertorio», me pedía siempre una religiosa ruandesa, como ya expliqué antes.

Sí. «Santo eres en verdad, Señor, fuente de toda santidad.» Y a continuación el sacerdote recita una invocación preparatoria a la consagración, extendiendo las manos sobre la ofrenda, signo del Espíritu Santo, que, ya en la creación, planeaba sobre las aguas. Y dice: «Santifica estos dones con la efusión de tu Espíritu, de manera que sean para nosotros Cuerpo y Sangre de Jesucristo, nuestro Señor

Está a punto de empezar la gran maravilla, el milagro de la consagración. El sacerdote hace el gesto con las manos. Todavía es él, pero ya no. Ahora será Jesús quien hará el milagro de la transusbtanciación, por la fuerza del Espíritu Santo.

Jesús se hizo hombre en el seno de María, por obra del Espíritu. El pan se transubstanciará en el cuerpo de Cristo por obra del Espíritu Santo.

El Espíritu Santo es el gran don de Dios dado a los creyentes. La promesa pronunciada por los profetas se realizará en la pasión de Cristo. En san Juan y su evangelio, la efusión del Espíritu se produce en el momento de la muerte de Jesús.

El último suspiro de Jesús es el primer respiro de la Iglesia que vive animada por el Espíritu Santo. El corazón abierto de Cristo es el mismo lugar de la efusión del Espíritu. En el último día de la fiesta de los Tabernáculos, Jesús se puso en pie y exclamó: El que tenga sed que venga a mí y beba. De las entrañas de quien cree en mí manarán, como dice la Escritura, ríos de agua viva. Dijo esto del Espíritu que habían de recibir los que creyeran en él. Pues aún no había Espíritu, porque Jesús no había sido aún glorificado (Jn 7,37-39).

«… con la efusión de tu Espíritu…» El sacerdote extiende las manos en forma de paloma, porque es lo que dice el evangelio de Juan, haciendo hablar al Bautista: He visto al Espíritu, como paloma, descender del cielo y posarse sobre él (Jn 1,32).

El sacerdote pone el signo; Dios realiza el significado. La Eucaristía es un cúmulo de milagros que nos desborda. Solo podemos inclinarnos humildemente y decir: «Yo creo, Señor.»