Empezamos ahora a tratar el corazón de toda celebración de la misa, que es la consagración. Aquí todos nos sentimos muy pobres, pequeños e indignos ante los santos misterios, ante tantos misterios. El pueblo devoto lo intuye tan bien que en todas las partes del mundo donde he celebrado la santa misa se impone un silencio sagrado. Solo se oye la campanilla del monaguillo, que es un aviso comprensible para toda la asamblea, si se da esta facilidad que despierta la atención.
La consagración pide mucha devoción. No ha sido nunca fácil para ninguna generación. Ya el primer anuncio que hace Jesús en la sinagoga de Cafarnaún provoca división en los discípulos, como había desconcertado el anuncio de su pasión. Cuando Jesús dijo: Quien no coma mi carne y no beba mi sangre no tendrá vida eterna, responden: Es duro este lenguaje. ¿Quién puede escucharlo? (Jn 6,60). La Eucaristía y la cruz son piedras de tropiezo. Es el mismo misterio y no cesa de interpelarnos.
¿También vosotros queréis marcharos?, dice Jesús a los discípulos (Jn 6,67). Y le respondió Simón Pedro: Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna (Jn 6,68). Acoger con fe el don de la Eucaristía es acogerlo a él mismo.
Aquí hay un conjunto de milagros. Jesús ha venido para este momento. Él dice «mi hora»: Con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer (Lc 22,15). Jesús transubstancia el pan y el vino, que se convierten en su cuerpo y su sangre. Y esto sirviéndose de las palabras del sacerdote, que se siente del todo sobrepasado. También instituye el sacerdocio. Se queda entre nosotros hasta el fin del mundo. Jesús instituye una nueva Pascua, nueva y eterna. Es el gran sacerdote que se hace víctima para salvarnos a todos nosotros.
«El cual, cuando iba a ser entregado a su Pasión…»
Se ofrece porque es el Siervo Sufriente que ha sido triturado por nuestros pecados (Is 53,5). Hace lo que el Padre le pide. Revela su amor eterno, divino, incondicional «hasta el extremo». En el capítulo 13 de san Juan lava los pies de los discípulos. El Creador se arrodilla ante su criatura, porque nos quiere enseñar la principal lección del comportamiento del cristiano en este mundo. ¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis “el Maestro y el Señor”… Pues si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros. Porque os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros (Jn 13,12-15). De la Eucaristía, Jesús quiere que todos salgamos transformados en servidores, humildes y amantes.
Y Jesús se ofrece libremente. Porque nos ama. Y en el amor no puede haber coacción. No podía soportar vernos perdidos para siempre. Nos da libertad para enseñarnos a amar libremente. Libremente, porque nos quiere siempre a su lado, por toda la eternidad.
Padre Santo… —ora Jesús— digo estas cosas en el mundo, para que tengan ellos mismos la plenitud de mi gozo… Como tú me enviaste al mundo, así yo también los he enviado al mundo; yo me santifico a mí mismo por ellos para que también ellos sean santificados en la verdad… Padre, yo quiero que también los que me has dado, estén conmigo donde yo estoy… (Jn 17,13-18.23).
Este «libremente», pues, viene de muy lejos. Viene del amor eterno de Dios.
Hemos de venerar la pasión de Jesús, es decir, la multitud de sufrimientos que nuestros pecados le causaron, física, moral y espiritualmente, hasta morir en la cruz. Muchos santos han dedicado un rato cada día a meditar la pasión de Cristo, cruz en mano. Cuando pienso que, cuando salió la película de Mel Gibson sobre la pasión de Cristo, algunos espectadores se escandalizaban de algunas escenas duras, como por ejemplo los azotes, y aquello era solo una pequeña parte de lo que Jesús sufrió durante dieciocho horas… «Esto es intolerable», me decía una familia. «¡Oh, pero entonces cómo pensáis que iban las torturas y las crucifixiones en el tiempo de los romanos!»
«… tomó pan…» (Canon I). Tomó el pan con mucha ternura. ¡Cómo quisiera yo tomar el pan con mis pobres manos! ¿Cómo podría pagar tanto afecto, respeto y ternura?
El símbolo fuerte del pan
El pan por sí solo ya es un signo muy elocuente, que Dios había ido preparando, desde que la primera madre lo descubrió para que sus hijos no se murieran de hambre (puesto que es un invento maternal). El pan es maravilloso para nuestra cultura mediterránea. Está siempre a punto. Siempre es comestible, podemos comer grandes y pequeños, viejos y enfermos. Solo o con otros alimentos. Acompaña muy bien todo tipo de comidas. Es el servidor de todos los alimentos. Que es lo que quería enseñar Jesús a sus discípulos: que él es el servidor de todos.
Desde aquella tarde del pan pascual, todos estamos llamados a partirnos como el pan para quien lo necesite.
Conocí a un sacerdote viejecito en la Casa Sacerdotal de Vic que, habiéndome pedido que lo acompañara en un viaje, porque ya estaba cerca de cumplir noventa años, me fue explicando su vida. Huérfano de madre desde muy pequeño, sufrió mucho por su madrastra. Se fueron a Francia al acabar la guerra del 36. Cuando su padre enfermó de tuberculosis, la segunda mujer lo dejó. Y él lo cuidó desde los catorce años hasta los diecisiete, en que murió. «Y, no pudiéndome dejar otra cosa —me decía—, me pasó la enfermedad.» Estuvo enfermo hasta los veinticuatro años en un sanatorio de Barcelona, que no me dijo como se llamaba. Allí encontró a una religiosa que le hizo de madre, cuidándolo muy bien. Lo presentó a un padre filipense que lo llevó al Seminario de la Gleva (diócesis de Vic). Soportó las bromas de los pequeños estoicamente. Lo ordenaron presbítero y celebró la primera misa en su parroquia de origen. «Me prepararon una fiesta espléndida. Esto ha sido la gloria. Ahora me tengo que abrazar a la cruz.» Y pidió a la curia diocesana de Vic que le dieran la peor parroquia, la que nadie quisiera. Y lo enviaron a Susqueda (a orillas del río Ter), en la época en que se construía el pantano. Acompañó a la gente lo mejor que supo y él vivía del huerto que cultivaba, de las gallinas y de los conejos.
Un día las máquinas cortaron la carretera y Susqueda quedó sin comunicación. La gente le pidió que interviniera. Hicieron una manifestación, y él se puso delante hasta el buldózer que destrozaba la carretera. Se enfrentó a los conductores y les dijo: «Si queréis ver a un cura despellejado, adelante. Si no, parad.»
Él estaba dispuesto a dar la vida por su pueblo.
Con las demás cosas que me fue explicando, vi que era un santo. «Es la cruz de Jesucristo que he ido llevando toda la vida.» Vivía entregado a su gente. Vivía eucarísticamente.
En la Casa Sacerdotal donde vino a acabar sus días, él trabajaba siempre, porque se cuidaba del huerto y ayudaba sacerdotalmente a quien se lo pedía de la ciudad de Vic. En el huerto, pasaba dos horas por la mañana y dos horas por la tarde. Y también me decía confidencialmente: «Este trabajo es el más duro y difícil de la casa. Sé que cuando me muera nadie lo continuará, pero mi ideal siempre ha sido servir en el último lugar.» Y, efectivamente, trabajó hasta el final. Un día, recolectando los caquis, puso mal la escalera, resbaló y se cayó. Quedó con un dolor permanente en la espalda y no pudo continuar. Poco después murió, y ya nadie más se ocupó del huerto. Él había continuado trabajando y sirviendo mientras pudo, hasta que se cayó. Era su manera eucarística de vivir entre nosotros.