«… tomó pan; dándote gracias, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: TOMAD Y COMED TODOS DE ÉL, PORQUE ESTO ES MI CUERPO, QUE SERÁ ENTREGADO POR VOSOTROS.»

Entramos de lleno en la consagración, la parte más sagrada de la misa.

Ya es Jesús quien toma el pan (con las manos del sacerdote), dice la acción de gracias (con la boca del sacerdote), lo parte y se entrega diciendo: «Tomad y comed todos de él, porque esto es mi cuerpo, que será entregado por vosotros.» Lo dice Jesucristo utilizando la voz, la lengua y la boca del sacerdote, que, sintiéndose pobre, sabe que Jesús es quien habla y actúa. Que Jesús hace el milagro de crear una realidad nueva. El pan ya no es pan. La sustancia es la carne (la persona íntegra) de Jesucristo.

Hace años, muchos años, cincuenta y cinco años, que dejo mi pobre voz y toda mi persona a Jesús y que él actúa, condicionándose a mi libertad. No soy yo, es él. Pero sin mí (misterio de los misterios) él no puede actuar. ¡Oh grandeza del sacerdocio! El Cura de Ars decía: «Si por el camino viera a un ángel a un lado y a un sacerdote al otro, saludaría primero al sacerdote.»

Actúa la fe pura, la divinidad creadora, la Trinidad que nos identifica y nos transforma.

El hombre (Adán), creado a imagen de Dios, vivía y satisfacía las tres grandes aspiraciones de la criatura pura sin pecado. Era plenamente libre. Progresaba continuamente y vivía la comunión más perfecta posible con Eva y el Dios Padre que se paseaba al atardecer por el jardín del Edén. Pero pecó. El demonio lo engañó y le puso en el corazón la sospecha sobre Dios: Si coméis de este fruto seréis como dioses (Gn 3,4). Se lo creyeron y cayeron. Y sintieron la necesidad de esconderse, y Dios lo llamó: Adán, ¿dónde estás? (Gn 3,9). Es la primera pregunta que encontramos que Dios hace al hombre y también a nosotros cuando hemos pecado.

—Pecando, nuestra libertad se transforma en orgullo desobediente.

—Pecando, nuestro deseo de progreso se transforma en placer para el cuerpo.

—Pecando, nuestro deseo de comunión se transforma en puro egoísmo.

Hacía falta que Jesús viniera para rehacer nuestra naturaleza caída. Hacía falta esta nueva creación de la Eucaristía, esta comida nueva de la Eucaristía, esta transubstanciación para que volviéramos a nuestra libertad original venciendo el orgullo del pecado, y nuestra generación recuperara la fuerza del espíritu para gobernar la carne y sus placeres, y nuestra comunión se volviera a estrechar, liberados del egoísmo.

La consagración nos transforma y nos lleva directamente a la comunión: «Tomad y comed todos.» Es decir, os transformáis en hombres nuevos. Revestíos de mi nueva humanidad. Volvéis a las bellezas del paraíso terrenal.

Y esto se ha ido realizando en la Iglesia gracias a la Eucaristía. Siempre ha habido mártires, monjes y monjas primero, religiosos y religiosas después, que han consagrado su vida a Dios, prometiendo solemnemente vivir en:

—Obediencia humilde para arrancar el orgullo del pecado original y obtener la auténtica libertad.

—Pobreza sincera para arrancar las ansias de dominio sirviendo a Dios y a los hermanos reinando, puesto que «servire Deo regnare est» («servir a Dios es reinar»).

—Castidad para recuperar la auténtica comunión con todos los hermanos.

En la misa, memorial de la pasión de Cristo, podemos volvernos hombres nuevos, hombres perfectos y santos.

Veo un ejemplo magnífico en el papa san Pablo VI, canonizado el 14 de octubre de 2018. Tiene un maravilloso testamento espiritual, del cual siento que tengo que citar un extracto:

«Con los ojos fijos en el misterio de la muerte, y de todo aquello que la sigue, a la luz de Cristo, que es el único que la ilumina, y por eso con confianza humilde y serena, soy consciente de la verdad que para mí este misterio ha reflejado siempre sobre la vida presente, y bendigo al vencedor de la muerte porque me ha hecho huir de las tinieblas y me ha revelado la luz.

»Por eso ante la muerte… siento el deber de celebrar el don, la suerte, la belleza, el destino de esta misma existencia huidiza: Señor, te doy gracias porque me has llamado a la vida, y todavía más porque, haciéndome cristiano, me has regenerado y me has destinado a la plenitud de la vida.

»Igualmente, siento el deber de dar gracias y de bendecir a quienes fueron transmisores de los dones de la vida que tú, Señor, me dabas: quienes me introdujeron en la vida (¡oh!, ¡que sean benditos mis dignísimos padres!), que me educaron, me amaron, que me hicieron el bien, me ayudaron, me rodearon de buenos ejemplos, de atenciones, de afecto, de confianza, de bondad, de cortesía, de amistad, de fidelidad, de respeto. Miro con agradecimiento las relaciones naturales y espirituales que han dado origen, asistencia, consuelo y significado a mi humilde existencia: ¡cuántos dones, cuántas cosas bellas y elevadas, cuánta esperanza he recibido en este mundo! Ahora que el día avanza hacia el ocaso, y todo se acaba, y se desvanece este maravilloso y dramático escenario temporal y terrestre, ¿cómo podría todavía darte gracias a ti, Señor, después del don de la vida natural, del don, todavía superior, de la fe y de la gracia, en que, al final, solo se refugia mi ser que sobrevive?, ¿cómo podría celebrar dignamente tu bondad, Señor, por haber sido introducido, apenas entrado en este mundo, en el mundo inefable de la Iglesia católica?, ¿cómo por haber sido llamado e iniciado en el sacerdocio de Cristo?, ¿cómo por haber tenido el gozo y la misión de servir a las almas, a los hermanos, a los jóvenes, a los pobres, al pueblo de Dios y de haber tenido el honor inmerecido de ser ministro de la santa Iglesia, en Roma, especialmente junto al papa, después en Milán, y finalmente en esta suprema, terrible y santísima sede de san Pedro? “Misericordias Domini in aeternum cantabo”. Cantaré eternamente tus misericordias.»

Testimonio sobrecogedor que se conoció después de su muerte, y después de haber vivido una mística eucarística.

San Pablo VI, ¡rogad por nosotros!