«Del mismo modo, acabada la cena, tomó el cáliz, y, dándote gracias de nuevo, lo pasó a sus discípulos diciendo: TOMAD Y BEBED TODOS DE ÉL, PORQUE ESTE ES EL CÁLIZ DE MI SANGRE, SANGRE DE LA ALIANZA NUEVA Y ETERNA, QUE SERÁ DERRAMADA POR VOSOTROS Y POR MUCHOS, PARA EL PERDÓN DE LOS PECADOS.»
«Al celebrar la última cena con los apóstoles en el transcurso del banquete pascual, Jesús dio el sentido definitivo a la Pascua judía. En efecto, el paso de Jesús a su Padre por su muerte y resurrección, la Pascua nueva, es anticipada en la cena y celebrada en la Eucaristía que da cumplimiento a la Pascua judía y anticipa la Pascua final de la Iglesia en la gloría del Reino» (Catecismo de la Iglesia católica, n.º 1340).
«Nuestro Señor en la última cena, la noche en que fue entregado, instituyó el sacrificio eucarístico de su cuerpo y de su sangre, para que se perpetuara, hasta su venida, el sacrificio de la cruz. Daba así, a su amada Esposa, el memorial de la muerte y resurrección, sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de caridad, banquete pascual en el que recibimos a Cristo. El alma se llena de gracia y se nos da una garantía de la gloría futura» (Concilio Vaticano II, Sacrum Concilium, n.º 47).
Estos dos textos son una gran ayuda por la precisión de los conceptos teológicos, base para nuestra oración y devoción.
En esta segunda parte de la consagración, signo del sacrificio de Jesús, que da su vida, con el «cuerpo entregado» y la «sangre derramada» por nosotros, vemos el sacrificio completo de su amor infinito «hasta el extremo».
Nos impresiona el cáliz de salvación (1Co 10,16). Al final del banquete pascual de los judíos, añade a la alegría festiva del vino una dimensión escatológica (del fin de los tiempos) de la espera mesiánica y del retorno a la Jerusalén celestial. Jesús instituye la Eucaristía haciendo el milagro (uno más) de instituir una Pascua nueva y eterna, convirtiendo el pan en su cuerpo y el vino en su sangre, «en remisión de los pecados».
El signo de Caná, que convirtió el agua en vino (cf. Jn 2,11), anuncia ya la hora de la glorificación de Jesús. Manifiesta el cumplimiento del banquete de bodas del reino del Padre, en que los fieles beberán el vino nuevo (cf. Mc 14,25) convertido en la sangre de Cristo.
Al convertirse misteriosamente en el cuerpo y la sangre de Cristo, los signos del pan y del vino continúan también hablándonos de la bondad de la creación y son un motivo más de acción de gracias. Especialmente por «la Alianza nueva y eterna» que Jesucristo hace con nosotros (con su esposa la Iglesia) cada vez que celebramos la Eucaristía.
Unas maravillas tan grandes hacen que uno se pierda. Me dan mucha devoción. Las pienso, las contemplo, me emocionan. Cuanto más viejo me hago, más.
En esta época de la vida, ya avanzado el otoño, voy pensando que todos estos signos de la consagración, que hacen asequible el amor divino y eterno, estrechan mucho más mi alianza con Jesús. «Me asustan», como escribe a menudo santa Teresa.
Y esta alianza la veo:
—por él, un amor entregado;
—con él, un amor compartido, y
—en él, un amor a propagar.
Su amor es un misterio de comunión misionera.
Siento que esto es lo que tengo que vivir en la flaqueza de mis setenta y siete años, que ya no dan para mucho. Aquí me ha ayudado en gran manera el testamento de san Pablo VI, a quien me encomiendo y pido ayuda. Cito la principal expresión:
«Dios mío, tú conoces mi ignorancia (cf. Sal 68,8). Pobre vida débil, tan necesitada de paciencia, de reparación, de infinita misericordia. Siempre veo óptima la síntesis de san Agustín: miseria y misericordia. Que al menos pueda honorar a quién eres, el Dios de infinita bondad, invocando, aceptando y celebrando tu infinita misericordia.
»Y, finalmente, un acto de buena voluntad: no mirar más atrás, más bien hacer gustosamente, sencillamente, humildemente, con fortaleza el deber que viene de mis circunstancias.
»Hacerlo pronto. Hacerlo todo. Hacer el bien. Hacer gustosamente lo que, ahora, tú quieres para mí, aunque supere inmensamente mis fuerzas y me exija dar la vida, en esta última hora.
»Cierro los ojos sobre esta tierra doliente, dramática y magnífica, implorando una vez más sobre ella la Bondad divina. ¡De nuevo bendigo a todos!»
Subrayaría aquello de «aunque… me exija dar la vida».
Apruebo la afirmación de algunos que, con acierto, dicen que san Pablo VI fue un «mártir del Concilio». Ninguna obra grande se puede llevar a cabo sin una víctima. San Pablo VI fue la víctima de la aplicación del Concilio Vaticano II. Se entregó y murió discretamente, lejos del Vaticano, en Castel Gandolfo, el 6 de agosto de 1978, fiesta de la Transfiguración del Señor.