Sobre esta última expresión de Jesús («Haced esto en conmemoración mía»), que contiene dos poderes maravillosos que él nos confía, no he encontrado mejor comentario que el que hizo, el Jueves Santo de 1966, san Pablo VI, de quien citaré las expresiones que más me impresionan:
«Estamos aquí en esta solemne y piadosa celebración del Jueves Santo en virtud de una palabra de Jesús: “Haced esto en conmemoración mía”… Nos hemos reunido esta tarde… obedeciendo a una orden suya; estamos siguiendo su última voluntad, estamos recordando su memoria como él lo quiso.
»La nuestra es una ceremonia conmemorativa. Queremos llenar nuestro espíritu de su recuerdo, de nuestro Hermano divino, de nuestro máximo Maestro, de nuestro único Salvador. Su imagen —¡oh si pudiéramos ver su verdadera fisonomía!— ha de estar delante de los ojos del alma, en las formas que nos sean más queridas y preferidas, más humanas y más solemnes. Él, tan sencillo y humilde; él, fuerte y sublime; él, nuestro Señor y nuestro Dios; en cierto sentido tenemos que querer verlo, oirlo, pero sobre todo saber que está presente.
»Su palabra, su evangelio, tendrían que salir de nuestro subconsciente como por intuición mística, y tendría que resonar toda entera en nuestro espíritu, como si lo escucháramos, como si la pudiéramos recordar y comprender toda entera. ¿Acaso no es él la Palabra de Dios hecha hombre y, pues, hecha nuestra? Y la aureola inmensa de la profecía, de la teología que lo rodea y lo define y que tanto lo acerca a nosotros y casi nos reviste, nos embriaga y al mismo tiempo nos humilla y nos deslumbra… Esta tarde lo tenemos que contemplar como cuando nos dejamos encantar contemplando los mosaicos del Pantocrátor en los ábsides de nuestras basílicas, lleno de interioridad y de poder.
»Hemos de recordarlo. Él es el Señor. Nuestro Redentor. Es un deber de nuestra memoria lo que estamos haciendo. Es revivir en nuestros espíritus su imagen y su misión, que es lo que queremos hacer en este momento.»
La Pascua eterna de Cristo
Continuamos la cita:
«Pensar en la importancia, que la tiene, la memoria en la religión verdadera, positiva y revelada como la nuestra, nos facilita el cumplimiento de este deber. Tiene su cimiento en hechos concretos que hay que recordar. El recuerdo forma el tejido de la fe, alimenta la vida espiritual y moral del creyente. Toda la narración bíblica se desarrolla sobre la memoria de acontecimientos y palabras que no se pueden disolver en el tiempo, sino que tenemos que tener siempre presentes. No podemos olvidar que la santa cena misma, durante la cual Jesús nos mandó tener memoria viva, renovando lo que él acababa de hacer, era un rito conmemorativo, era el rito pascual que se tenía que repetir cada año para transmitirlo a las generaciones futuras.
»El Antiguo Testamento se desarrolla al hilo de la fidelidad al recuerdo de aquella primera Pascua liberadora. Jesús, aquella tarde, sustituyó el Antiguo por el Nuevo Testamento. La antigua Pascua por la nueva, su Pascua, también ella histórica y ahora definitiva; pero como símbolo también de otro acontecimiento último, la Parusía final hasta que él venga (1Co 11,26), memoria definitiva y profética que es la santa cena del Señor…»
¿Por qué olvidamos a Dios tan fácilmente?
Finalmente, decía san Pablo VI:
«Tenemos que recordar a Jesús con todas las fuerzas de nuestro espíritu. Este es el amor que ahora le debemos. Quien ama recuerda. Nuestra gran culpa es el olvido. Es la culpa que se repite en la historia bíblica; ¡mientras que Dios no se olvida nunca de nosotros, nosotros nos olvidamos de él tan fácilmente! Hemos llegado a tanto en nuestro tiempo, que consideramos una liberación olvidarnos de él… La autonomía del secularismo radical considera que hay un prestigio humano en esto. Y olvidarse de Jesús se hace habitual.
»Nosotros tenemos que acordarnos de él, como él en la multiplicada, silenciosa y amorosa presencia eucarística se acuerda de nosotros, de cada uno de nosotros. Y si, en la cotidiana celebración de la misa, esta memoria se reaviva y resplandece en nuestras sagradas asambleas y en el corazón de nuestras almas, hoy tenemos que vencer una última manera de olvidar: es la que produce la costumbre, y que convierte nuestra memoria en puramente formal e insensible. Hoy la plenitud de la memoria se tiene que reavivar en la fe de la realidad eucarística, en la maravilla, en el agradecimiento, en el amor. Aquí ha venido Cristo. Aquí Cristo está presente. Aquí está el Cristo que vendrá.»
Para que no lo olvidemos, el venerable Josep Torras i Bages, un año después de ser consagrado obispo de Vic, escribe a los ciudadanos de Igualada una carta pastoral emocionante, titulada El Esposo ensangrentado, partiendo de su gran fiesta del Santo Cristo, que sudó sangre el Viernes Santo del año 1590.
Les dice: «No hay matrimonio más suave, más fuerte, más fecundo ni más necesario que este matrimonio entre Dios y los hombres, realizado en la sagrada persona de Jesucristo. Representación, él, de todo el linaje humano… Por eso, en esta solemnidad que celebráis, os queremos hablar brevemente… del místico matrimonio o alianza entre Dios y los hombres.»
La Iglesia ha hecho este memorial desde las catacumbas. La vida de los mártires les ayudaba a entender que el sacrificio de Cristo en el Calvario es también el sacrificio de la Iglesia esposa. Como Jesús, la Iglesia se ofrece e intercede por los hombres. En el momento de la consagración, nosotros tenemos que comulgar con los deseos salvíficos de Dios. Hemos de implorar torrentes de gracias para nuestros hermanos, para que cada uno pueda descubrir el inmenso amor del Padre del cielo.
En conmemoración «mía»
Este artículo posesivo («mío mía») es muy importante y significativo. Jesús lo repite en el relato sagrado de la consagración:
—Este es mi cuerpo entregado;
—el cáliz de mi sangre derramada por vosotros;
—en conmemoración mía;
—Mi paz os dejo, mi paz os doy.
Veo ahí un amor lleno de ternura. No nos da cualquier cosa. Nos da lo más personal, más íntimo, más valioso.
Nos da toda la dimensión humana de su persona divina. Se nos entrega. Nos ama hasta el extremo (cf. Jn 13,1ss).
El P. Daniel Angel, que había estado catorce años en Ruanda contemplando y haciendo penitencia, tiene un librito dedicado al buen Pastor, que se titula Le Pâtre blessé. Al final del volumen, cuando representa que Jesús ha encontrado la oveja perdida, la sube sobre sus hombros y la pone sobre su corazón, le dice: «¿Me podrás perdonar por haberte amado tanto?»
Este amor tan grande no puede quedar sin respuesta. Solicita mi amor, mi corazón, mi vida y mi agradecimiento. Nos puede ayudar mucho recitar el salmo 135:
—Dad gracias al Señor porque es bueno: porque es eterna su misericordia.
—Dad gracias al Dios de los dioses: porque es eterna su misericordia.
—Solo él hizo grandes maravillas: porque es eterna su misericordia.
—Guió por el desierto a su pueblo: porque es eterna su misericordia.
—Él da alimento a todo viviente: porque es eterna su misericordia.
Y así veintiséis veces vamos alabando a Dios con la frase porque es eterna su misericordia.
Es lo que tendríamos que hacer al acabar la consagración. Cantémoslo en el corazón como en el Salmo 70:
Las cosas grandes que has hecho, Dios mío, llegan hasta el cielo. No me abandones ahora que soy viejo con canas.
¡Oh Jesús, Rey del amor, yo confío en tu misericordiosa bondad!