Jesús instituye el sacramento del orden sacerdotal con estas sencillas palabras, dichas en imperativo. Y desde los apóstoles que ya estaban reunidos el domingo de la resurrección, primer día de la semana, y continuando el domingo siguiente con Tomás presente, siempre el domingo ha sido el dies Domini, el día del Señor. Cómo respondió a los jueces de Cartago un grupo de cuarenta y nueve mártires (ya citados) por haber celebrado misa a escondidas: «El domingo no se puede interrumpir.»
Cuando, llegando a Ruanda en enero del año 1965, me enteré de que había cristianos que hacían cinco horas a pie para venir a misa el domingo, quedé muy impresionado. Se tiene que amar mucho la misa, para hacer sacrificios de este tipo. O para exponer la vida, como ha sucedido en tantos momentos de la historia y como sucede actualmente a muchos cristianos. Dios los ayuda. Y nos hacen entender que realmente la misa es una cuestión de vida o muerte.
¡Cómo se ha expuesto tanto Jesús, cuando nos dio el sacerdocio a personas tan pobres, inconsistentes, inconstantes y pecadores! Es otro gran misterio. Con las palabras haced esto, nos ha confiado el tesoro que salva la humanidad. Se nos entrega del todo. Nos deja lo más sagrado en nuestras manos de barro. Realmente, «Jesús al venir a este mundo ha escogido el último lugar de tal manera que nunca nadie se lo ha podido quitar», como dice Carlos de Foucauld.
Escuchemos cómo nos habla san Pablo VI con sus delicadas palabras: «A fin de que la memoria fiel y perenne de Cristo pudiera renovarse, nos es obligado recordar. Haced esto es una palabra creadora milagrosa: es la transmisión de un poder que solo él tenía; es la institución de un sacramento, o sea que dio su sacerdocio a sus discípulos; es la formación de un órgano constituyente y santificante del Cuerpo Místico, la sagrada jerarquía, capacitada para renovar el prodigio de la última cena.
»Y nosotros sabemos cuál es, el prodigio de la última cena. El recuerdo será realidad. Se tiene que hacer memoria del momento y la manera en que Cristo instituyó la Eucaristía. Esta salió de su corazón en la inminencia, en la clarividencia de su pasión. Esta representa aquella pasión y contiene a aquel que la sufrió. Jesús ha sellado su presencia paciente y agonizante en los símbolos —ya nada más que símbolos y signos— del pan y del vino. Quiso ser recordado así. Podemos decir que sobrevivió y se quedó entre nosotros en el acto supremo de su amor, en su sacrificio, en su muerte. Quiso hacerse presente, durante el tiempo, entre nosotros, en el estado simultáneo de sacerdote y de víctima, sustituyendo la presencia histórica y sensible por la no menos real, presencia sacramental, porque solo los creyentes, solo los voluntarios de la fe y del amor pudieran unirse en comunión vital con él. La Eucaristía es precisamente el eterno memorial de Jesucristo. Celebrar la Eucaristía quiere decir celebrar su memoria. Y él ha querido que esta forma singularísima de recordarlo, es más, de hacerlo presente, se hiciera comida, alimento, o sea principio interior de energía y de vida, para las almas de sus verdaderos seguidores.»
Y toda esta grandeza depende, en la práctica, de los sacerdotes, que son hombres débiles, como todos los mortales. ¡Es todo tan admirable, en la Eucaristía, todo tan profundo y tan sencillo, que uno no puede dejar de admirar y de agradecer, de humillarse y de cantar!
En estos cincuenta y cinco años de celebrar la santa misa, veo que he sido muy poco consciente de tanta grandeza. No la he estudiado suficientemente, no la he enseñado con bastante fervor. Me sabe mal y os pido perdón. Y como los deseos también cuentan, según santa Teresita, intentaré hacerlo mejor, amar más y profundizar hasta que pueda… que ya no será mucho.
Supongo que algún día, como a san Agustín, se me aparecerá un ángel pequeñito y me dirá: «Tu cabeza es demasiado pequeña para que quepa un misterio tan grande. Sería como querer poner el agua del mar en un pequeño agujero en la arena. ¡Imposible!»
Así que me encomiendo a vuestras oraciones.
Siempre llevo dentro de la Biblia la oración que escribió el cardenal Kung, obispo de Shanghái, estando enfermo en la prisión. Fue condenado, en 1955, a treinta años de prisión por el gobierno chino, por ser fiel a Jesucristo y a la Iglesia católica.
La resumo, pues es un poco larga:
«Señor Dios todopoderoso, ten piedad de los sacerdotes. A pesar de su dignidad, son frágiles y como los demás. Enciende, por tu infinita misericordia, sus corazones en el fuego de tu amor.
»Oh Jesús, ten piedad de los sacerdotes perseguidos, abandonados. Ten piedad de los enfermos, ancianos y moribundos.
»Ten piedad de los que están en el purgatorio. Son tuyos, ilumínalos, consuélalos y fortalécelos. Ten piedad de los que me han bautizado y me han absuelto. De aquellos que por mí han ofrecido el santo sacrificio.
»Te confío a los sacerdotes que han guiado mis pasos, dirigido mis esfuerzos, corregido mis defectos, consolado mis penas.
»Para todos ellos, imploro tu ayuda y tu misericordia. Amén.»