Después de la consagración, el sacerdote invita al pueblo a hacer una aclamación de fe:

Este es el sacramento de nuestra fe.

—Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!

Mysterium fidei, «Misterio de la fe», es el título que el papa san Pablo VI dio a su encíclica sobre la Eucaristía, publicada el día 3 de septiembre de 1965, nada más acabar el Concilio Vaticano II.

Proclamamos. Haced saber jubilosamente al mundo entero el misterio de la fe. El misterio de los misterios.

El núcleo de nuestra fe. La parte más importante de la vida de la Iglesia y también de nuestra vida. Nunca lo acabaremos de asimilar, porque, si no, ya no sería un misterio. Pero sí que intuimos que es tan importante que ha mantenido la vida de la Iglesia durante dos mil años.

Que es por excelencia el misterio de nuestra salvación. Es el sacrificio de alabanza por su obra creadora. El sacrificio de acción de gracias por la obra santificadora del Padre, por todo lo que ha hecho de bueno, lindo y justo en la humanidad.

De este misterio han salido los mártires, los santos, los confesores, los fundadores y los reformadores de las familias religiosas. De él nos vienen todas las buenas obras que hemos podido hacer en la vida y todos los buenos ejemplos que hemos recibido. ¿Qué sería de mi pobre vida sin este misterio de la Eucaristía? Solo de este misterio he recibido la fuerza misionera para anunciar a Jesús y su entrega amorosa.

Un día, pasando por caminos alejados de la misión de Rwankuba (Ruanda), donde trabajé siete años, llegué a un valle verde y virgen. Mucha gente estaba de fiesta. Me acerqué… y el patriarca de la familia me recibió respetuosamente.

—Muraho. «Hola.» Aquí todavía no habíamos visto nunca a un hombre blanco. ¿Quién eres? ¿Qué has venido a hacer?

—Pues a anunciaros a Jesús, el Dios que nos ama tanto que se ha hecho hombre para salvarnos.

—¿El Dios que nos ama? —me respondió más o menos—. Ven, siéntate a mi lado. Quiero que lo expliques a mi familia —tenía cinco mujeres, me dijo—, y todos estos son hijos míos.

—¿Cuántos tienes?

—No lo sé. Ya he perdido la cuenta. Entre cuarenta y cincuenta.

Esto no lo olvidaré nunca. El misterio de la fe es tan eficaz que, desde los apóstoles, siempre ha habido misioneros para proclamar la buena noticia, y un servidor vuestro pudo decir a una gran familia patriarcal que Dios lo amaba. ¡Oh… el misterio de la fe!

Anunciamos tu muerte, me habéis respondido.

Es decir, el sacrificio de amor más grande que ha habido en la tierra. El sacrificio de Jesús que muere amando, hasta darnos a su madre, María, la dulce María del corazón traspasado por la espada de dolor que nos engendra para Dios.

Proclamamos tu resurrección. Es decir, tu victoria sobre el mal y la muerte. Confesamos que por él hemos sido salvados.

¡Ven, Señor Jesús! Nos mantenemos expectantes mientras andamos por esta vida.

No puedo dejar de citar a san Pablo VI. En el número 67 de su encíclica Mysterium fidei nos dice: «Cristo es verdaderamente Emmanuel, Dios con nosotros. Está en el centro de nuestra vida, habita entre nosotros lleno de gracia y de verdad, ordena las costumbres, alimenta las virtudes, consuela a los afligidos, fortalece a los débiles, invita a imitarlo a todos los que lo buscan, a fin de que, con su ejemplo, aprendamos a ser mansos y humildes de corazón, a no buscar las cosas propias sino las de Dios.

»Cualquiera, pues, que se acerque a este augusto sacramento experimenta y comprende a fondo, con gran alegría, ¡qué preciosa es la vida escondida con Cristo en Dios! ¡Qué enriquecedor es hablar con él! No hay nada más suave ni más eficaz para recorrer el camino de la santidad.»

¿Cómo esperamos todo esto en esta vida?

¿Cómo lo deseamos?

Toda esta aclamación es preciosa. Y la Iglesia la propone a todo el pueblo para que se sienta unido al sacerdote en el momento supremo de la consagración. Todo el pueblo, unido, se sienta intérprete… Ya que todos formamos un solo cuerpo en Cristo, y con él colaboramos a salvar el mundo.