Leemos en el nuevo Catecismo: «Cristo quiso nacer y crecer en el seno de la Sagrada Familia de José y María. La Iglesia no es otra cosa que la “Familia de Dios”».

En estas palabras se encierra un profundo misterio: Dios dispuso la economía de la salvación de los hombres de tal manera que instituyó una familia: aquella que José presidía con autoridad paterna sobre el Hijo de Dios encarnado y su Madre Virgen, y quiso que en esta familia tomase su origen la Iglesia, «la familia universal de los hijos de Dios».

Es decir, para comunicarnos la participación de la vida divina, Dios dispuso no sólo que su Hijo participase de nuestra naturaleza humana, sino que viniese al mundo haciéndose «hijo del hombre», nacido de mujer, obediente a sus «padres» por decirlo con las palabras del Evangelio.

De este modo el designio divino fue que la obra redentora se realizase no sólo en favor de los hombres, sino por el instrumento de la humanidad asumida por el propio Verbo eterno, y viniendo al mundo como descendiente prometido a Eva, a Abraham y al rey David.

Realidades naturales, un pueblo, una dinastía regia, una familia, fueron el lugar en que vino a «habitar entre los hombres» el Hijo de Dios nuestro Salvador. De tal manera que de los hombres mismos, de nuestra misma tierra pecadora, surgiera por la misericordia divina y por obra de su Espíritu la fuente divina de nuestra salvación.

Estas palabras del Catecismo, que reitera enseñanzas pontificias muchas veces formuladas, sitúan a san José «en el comienzo de los caminos» del Señor, como «custodio paterno» del Salvador, como aquel en cuya familia se realizan las promesas hechas a los antiguos Patriarcas, y tiene su origen la comunicación de la gracia en la nueva y eterna Alianza.

Francisco Canals Vidal,
La Montaña de san José (septiembre-octubre de 1993) 11