«Así, pues, Padre, al celebrar ahora el memorial de la muerte y resurrección de tu Hijo…»
La primera cosa que hace la liturgia, en las cinco oraciones que pronunciamos antes de la doxología, es obedecer la voluntad de Jesús, que acaba de decirnos: Haced esto en conmemoración mía. Como nos dice san Pablo VI, «estamos siguiendo una última voluntad suya, estamos haciendo, como él lo quiso, su memorial». Su sacrificio de amor salvador, su gran misterio divino, trinitario, porque participa el Padre que nos lo ha enviado en el Espíritu Santo, el cual nos ayuda a santificarnos, nos ayuda a llenar nuestro espíritu de su recuerdo. De la acción salvadora de nuestro Hermano divino, de nuestro más grande Maestro, de nuestro único Salvador. Él, tan sencillo y humilde. Él, fuerte y solemne.
«¿No es él la Palabra de Dios hecho hombre y, por lo tanto, hecho nuestro? Nos reviste de él, nos embriaga, nos humilla y nos deslumbra» (san Pablo VI).
«… te ofrecemos el pan de vida y el cáliz de salvación…» Es como quiere ser recordado, en los momentos de su muerte cruenta, cuando los hombres le hemos quitado la sangre de su cuerpo. Cuando él se ha entregado totalmente haciendo la voluntad del Padre en bien de toda la humanidad. ¡Qué bonitas son las imágenes de la Trinidad de de siglos anteriores! El Padre sostiene los brazos de Jesús clavados en cruz, bajo la paloma que es el símbolo del Espíritu Santo. Él nos lo ha dado todo. Ahora lo ofrecemos para devolverle todo aquello que nos ha entregado con el máximo amor posible. Nos amó hasta el extremo. Desde antes de la creación del mundo.
«… y te damos gracias…»
Es el gran momento del canon para dar gracias. «Gracias, Señor, gracias, gracias, gracias», escribía Carlos de Foucauld.
El agradecimiento es la conciencia gozosa del don recibido. Es sentir que me ha sido dado lo que no merecía, que me ha sido regalado aquello que no he trabajado, que no me he ganado. Cuanto más consciente soy de este don, más lo agradezco. Es mostrar al Padre que el don de su Hijo ha merecido la pena, que está dando fruto.
¡Qué pena nos da el desagradecido! Hay una pequeña parábola, de origen judío, que muestra el dolor que tiene Dios cuando no nos interesamos por él y le somos ingratos.
El nieto del abuelo Baruc jugaba un día con un compañero al escondite. El nieto se escondió tan bien que el otro, cansado, se fue con otros que jugaban a pelota. Al cabo de mucho rato el nieto salió del escondrijo y se encontró solo, porque ya nadie lo buscaba. Llorando amargamente, fue hacia su abuelo Baruc quejándose de que lo habían dejado solo.
El abuelo se emocionó y le dijo: «Es lo que hacen tantos hombres hoy en día, no piensan en Dios y lo dejan solo. A Dios le causa tanta tristeza que también llora como tú.»
«Yo me escondo, pero nadie me busca», dice nuestro Padre Dios.
Y es que todos necesitamos reconocimiento para vivir. ¡Cuánto más nuestro Padre del cielo, que tiene mucha más sensibilidad, tiene que sufrir por nuestra indiferencia!
«… porque nos haces dignos de servirte en tu presencia.»
Es la razón secundaria de la acción de gracias.
Nos has hecho dignos de servirte. Jesús es el Siervo Sufriente. Nos sirvió cargándose sobre sí nuestros pecados y los ha clavado en la cruz. Nos asociamos al Siervo Sufriente ahora que lo tenemos sobre el altar. En cuerpo y alma. Lo servimos en nuestros hermanos, orando per ellos. Deseándoles el bien y pidiendo su conversión. Y lo servimos haciendo actos de fe en su presencia tan cercana, tan fraternal. ¡Él es él!
De san Gregorio Magno, leí que un día, que, dando la comunión, una mujer se puso a reír, y él dijo: «El cuerpo de Cristo.» Y no le dio la comunión. Al final de la misa le mandó que explicara a la gente por qué se había reído de la Eucaristía. «Porque estas formas las hice yo hace dos días.» San Gregorio se puso de rodillas y pidió a la asamblea que orara con él para que el Señor le diera la fe a aquella mujer. Al cabo de un rato, aquella hostia que el santo había dejado sobre el altar se transformó en un trozo de carne. Y la mujer se convirtió enseguida.
Muchas veces nuestro mayor servicio es orar, orar y orar por los no creyentes. Como hacen nuestras carmelitas. Son servidoras de la Iglesia con su vida entregada a Dios y a los hombres.
Aprovecho la ocasión para darles las gracias… por un servicio que no tiene precio.