«… que el Espíritu Santo congregue en la unidad a cuantos participamos del Cuerpo y de la Sangre de Cristo.»
Esta plegaria, que pide tanto con tan pocas palabras, va precedida de una expresión gloriosa para cada uno de nosotros. Y es: «Te pedimos humildemente…»
Es probablemente la fórmula que más nos toca el corazón. Suplica el que no tiene nada. El que lo necesita todo.
Suplicar y lloriquear es lo que hacen los niños pequeños cuando se han caído por la calle y no viene su madre. Se sienten desolados. No les queda más remedio que lloriquear, llorar de sufrimiento y de abandono. Este es el espíritu de esta oración.
Humildemente. También es la primera vez que sale en la plegaria canónica. Nos sugiere que hemos de ser humildes como Jesús clavado en la cruz, que dice: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? (Mt 27,46) Y: En tus manos encomiendo mi espíritu (Lc 23,46).
La humildad es la perla de las virtudes. El Cura de Ars decía que es como la cadena del rosario: si se rompe, se caen todos los granos. Así, sin humildad, no puede haber ninguna virtud. Revestíos todos de sentimientos de humildad —nos decía san Pedro en las vísperas de ayer—; de igual manera, jóvenes, sed sumisos a los ancianos; revestíos todos de humildad en vuestras mutuas relaciones, pues Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes. Humillaos, pues, bajo la poderosa mano de Dios para que, llegada la ocasión, os ensalce; confiadle todas vuestras preocupaciones, pues él cuida de vosotros (1Pe 5,5-7).
Y, hecho este preámbulo, que es importantísimo porque describe el espíritu con que Jesús se acaba de entregar a su muerte en cruz, para mostrar la unión que hay entre él y nosotros, el sacerdote hace una petición al Espíritu Santo para que nos una a todos en un solo cuerpo. Se dice, en griego, una «epíclesis», es decir, un tener las manos extendidas sobre la asamblea para que viva unida. Por cuatro veces, Jesús pide esta unión en la oración sacerdotal del capítulo 17 de san Juan: Padre, que todos sean uno, para que el mundo crea.
Pedimos que venga sobre nosotros el Espíritu Santo como en el día de Pentecostés. Es la gracia más grande que necesita la Iglesia y cada uno de nosotros. En el capítulo 11 de san Lucas, Jesús termina la catequesis sobre la oración diciendo: Si, pues, vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan! (Lc 11,13).
Para Jesús es una evidencia. La primera cosa que tenemos que pedir al Padre es el don del Espíritu Santo. Es el Espíritu quien reúne a todos los hijos dispersos por el mundo en una sola Iglesia. Es el signo y el medio de la unidad de todos los hombres. Es el Espíritu quien en el bautismo nos hace hijos del Padre; es él quien nos configura a imagen del Hijo Único para que todos seamos alabanza de su gloria. Es el Espíritu quien nos hace hermanos en Cristo y que ora en nosotros: «Abbà», Padre (Col 4,6; Rm 8,15).
Es el Espíritu quien nos hace miembros del cuerpo de Cristo y nos une con Jesús, nuestra cabeza y nuestro esposo, de tal manera que, por Jesús, con Jesús y en Jesús, en el sacramento de este altar celebrado por la Iglesia, todo el universo pueda volver a la adoración filial (cf. Rm 8). Y esta obra trinitaria se cumple en la Eucaristía.
Es aquí en la misa donde todos los participantes somos instrumento de salvación del mundo y del universo, como afirma san Pablo en el capítulo 8 de la carta a los Romanos. Por obra del Espíritu Santo que pone en marcha la Iglesia en Pentecostés.
Por eso es tan importante la unión, la unidad de los cristianos.
El papa san Pablo VI nos dice al final de su encíclica Mysterium fidei (n.º 73):
«Ojalá que el benignísimo Redentor, que, ya próximo a la muerte, rogó al Padre que todos quienes tenían que creer en él fueran una sola cosa, como él y el Padre son una sola cosa, se digne escuchar lo antes posible este nuestro ardientísimo deseo, y el de toda la Iglesia, a saber, que todos con una sola voz y una sola fe celebremos el Misterio Eucarístico y, participando del Cuerpo de Cristo, formemos un solo cuerpo, unidos con los mismos vínculos con los cuales él nos quiso formados.»
Y, para terminar, una anécdota histórica que me explicó un misionero padre blanco de Tanzania.
Los venerables responsables de los clanes locales llamaron un día a los misioneros católicos, anglicanos y adventistas que trabajaban en la región: «Todos estáis aquí y nos hacéis escuelas y hospitales. Pero estáis divididos y no rezáis juntos. Entendeos, por favor, y después venid a predicarnos y que todos podamos rezar juntos.»