Las tres oraciones de intercesión del canon forman una unidad y dirigen directamente a la doxología que lo cierra para entrar en lo que el ritual denomina el «rito de la comunión».
Que forman una unidad, lo vemos porque al final se dice la conclusión «por tu Hijo Jesucristo…».
Forman unos círculos cada vez más grandes que salen de Jesús y de su corazón universal, que se acaba de entregar por la Iglesia, por los difuntos y por todos nosotros.
Antes de empezar, quiero decir que son unas oraciones antiquísimas —probablemente nos vienen de los mismos apóstoles— y que me gustan mucho. Muestran la universalidad del amor del Padre que nos salva a todos, por Jesucristo que se acaba de entregar por todos los tiempos y para siempre. Pienso que las tengo muy interiorizadas y asimiladas. Intento decirlas bien, solemne y pausadamente, deseando que caigan como rocío en el corazón de la asamblea orante.
Un día, un hombre alto, con ojos azules y a quien no he visto nunca más, me esperó al salir de la sacristía, se me acerca y me dice: «Gracias, padre, por decirnos la misa tan bien. Me ha dado una gran paz.» Hizo una genuflexión muy bien hecha y se fue.
No fui capaz de darle ninguna respuesta. Tampoco él me dio ocasión de decir nada. Miré el esplendoroso altar, que es como la montaña del Carmelo, e interiormente dije: «Gracias, Señor.»
Con la presencia del Señor, y acabando de invocar el Espíritu Santo «humildemente», nos vamos moviendo en círculos cada vez más grandes.
Primero pedimos por los presentes. Que los que recibirán el sacramento «se hagan en Cristo un solo cuerpo y una sola alma» dentro del misterio de la Iglesia local. En nuestro caso, con la comunidad de carmelitas y el grupo de quienes asistís regularmente a nuestra eucaristía, que, presidida por el representante de nuestro obispo Romà, junto con las Iglesias hermanas, «con todos los pastores de vuestro pueblo», formamos el misterio de la comunión universal de la Iglesia presidida por el papa Francisco. Se pide que toda la Iglesia, esposa de Cristo, sea consumada en el Reino y sea perfecta en la caridad.
Y todavía otro círculo más grande, que hace la Iglesia ya glorificada y triunfante, con la cual celebramos la Eucaristía y junto con la cual hemos cantado el trisagio, el tres veces santo. Es dentro de la comunión de los santos, presidida por santa María, anticipada en la fe de Israel con Juan Bautista, fundamentada en el testimonio de los apóstoles, con los mártires y los santos, donde pedimos que Dios tenga piedad de nosotros, para que tengamos parte en la vida eterna.
Y otro círculo que alcanza a todos los difuntos que murieron en la esperanza de la resurrección y la de aquellos, cuya fe solo Dios conoce, que descansan en el seno de su misericordia. Y finalmente, por toda la humanidad, que son los justos de todos los tiempos.
Cristo está contento de que intentemos abrir nuestro corazón a la medida del suyo, lo que solo podemos conseguir con el deseo infinito de la oración dirigida por él.
Es sobre todo en esta parte de la misa cuando los santos sentían que la Eucaristía era como una danza de amor superior a todas las cosas creadas.
Dios mismo dio a santa María Magdalena de’ Pazzi, carmelita que tenemos en nuestro retablo (creo que a vuestra izquierda), el poder contemplar lo que creemos: en cada misa veía subir al cielo almas del purgatorio.
Y la también carmelita, santa Isabel de la Santísima Trinidad —a cuya canonización pude asistir, gracias a nuestras hermanas de la comunidad—, pedía a un cura amigo suyo que, en el momento de la consagración, también la quisiera consagrar a ella a Cristo. «Bautizadme con la sangre del Cordero —continuaba—. A fin de poderlo amar cada día más, hasta poder llegar a la feliz unión a la que estamos predestinados.»
San Pío de Pietrelcina necesitaba quince minutos para pronunciar las palabras de la consagración y pasaba diez minutos en la santa elevación, derramando sangre de sus estigmas. Rogaba para que todos los sacerdotes tuviéramos más fe, como le había pedido Jesús.
Y termino con unas palabras de san Francisco de Asís: «El hombre tendría que temblar, el mundo se tendría que extasiar, todos los cielos deberían arder de amor, cuando el Hijo de Dios viene sobre el altar y se pone en las manos del sacerdote.»