Humildemente, el sacerdote toma los santos dones del cuerpo y la sangre de Cristo y elevándolos, a manera de verdadera ostensión, dice solemnemente, y canta si puede in crescendo, es decir, de menos a más, las palabras: «Por Cristo, con él y en él (nada sin él), a ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos.»
Entonces el pueblo santo contesta con un «Amén» que tiene unas resonancias infinitas, como una reverberación sin fin. La Eucaristía de una comunidad va más allá de sí misma y es dada a Dios para la salvación del mundo y del universo.
Por Cristo
La misa es un sacrificio de acción de gracias.
El sacrificio de Cristo en la cruz es eucarístico. Por Cristo, da gracias al Padre porque nos ha querido salvar, con un amor tan grande que libera a sus hijos de la muerte y del pecado, nos da la salvación gratuitamente, nos hace la misericordia de ofrecerse en sacrificio de reconciliación.
La acción de gracias tiene dos sentidos.
En primer lugar, es un maravillarse haciendo memoria de la acción del Padre en la historia de su pueblo y de todos los hombres.
En segundo lugar, el alma del hombre cae de rodillas agradeciendo y añadiéndose a la alabanza de los ángeles y de los arcángeles.
En cada misa Cristo da gracias al Padre, porque por el Hijo, y solo por él, no cesa de salvarnos, dándolo por muchos, es a decir, por todos, como nos enseñó Benedicto XVI.
Con él
La misa es un sacrificio de intercesión.
Estamos y podemos actuar con él porque intercede por nosotros. Jesús en la cruz intercedió e intercede por todos los hombres. Cristo oró y ora por cada uno de nosotros. Jesús pronunció mi nombre en la cruz. Todos nuestros nombres estaban escritos en su cruz. Blaise Pascal añade que Cristo está en agonía hasta el fin del mundo. Y lo mismo le dijo Jesús en una visión a san Pío de Pietrelcina.
En la misa, cada vez que está presente su sacrificio, todavía ruega como nuestro primer abogado ante el Padre. Dice su «Padrenuestro eterno» por nosotros y con nosotros.
Una enferma que visité en el hospital temía la muerte y le prometí que oraría por ella. «Gracias —me dijo—, pero piense sobre todo en mí en el momento de la consagración. Es el momento en que Jesús suplica su misericordia: Padre, perdónalos…» Y su fe la curó.
Mi fe creció, en el sentido de que orar con Cristo en la misa es el remedio más eficaz contra toda dolencia del cuerpo o del espíritu. Los nombres tienen que pasar de la cabeza al corazón y del corazón a las manos. San Juan Pablo II, en un mensaje de Cuaresma, nos recordó las palabras de san Juan Crisóstomo: «¿Quieres honrar al cuerpo de Cristo? No lo desprecies cuando va desnudo o está herido. No lo honres en la iglesia con buenos vestidos, si pasa frío en las calles de Constantinopla.» Y el papa nos invitaba —entonces yo todavía estaba a Ruanda— a revisar sinceramente nuestra relación con los más pobres. Yo tenía cada mañana una buena fila en mi puerta. Pedían de todo. Yo hacía lo que podía con amabilidad. Y sí que puedo deciros que, cuanto más daba, más recibía. Explicándolo a un compañero me dijo:
—Así, esto no tiene ningún mérito.
—Mira —le respondí—, no lo he buscado yo.
La venerable Caterina Coromina, fundadora de las Hermanas Josefinas de la Caridad, vecinas nuestras y siempre acogedoras de nuestras carmelitas enfermas de aquí, decía que «los enfermos son la sangre de Cristo».
Y un celoso misionero de Ruanda nos dijo un día en un sermón de fuego: «Como María, tenemos que estar al pie de la cruz. Pero Jesús, que tiene los brazos clavados, de ninguna forma puede aceptar que los nuestros estén cruzados. Con él tenemos que ir a encontrar a los necesitados. Con él.»
Y en él
La misa es un sacrificio de adoración.
Dando su vida, especialmente en la cruz, Jesús manifiesta la obediencia más grande, el más total abandono, el amor y la humildad más sublimes, que hacen de su muerte el acto de adoración más grande que nunca se haya podido hacer en la tierra. Todos tenemos que ser adoradores, porque el Padre busca adoradores que adoren en espíritu y verdad (Jn 4,24). Solo podremos adorar bien si estamos en él.
La adoración consiste en saberse negar a sí mismo para interesarse solo por Dios. Adorar es querer solo loque Dios quiere. Amarlo solo a él.
Jesús dice en Getsemaní: No mi voluntad, sino la tuya (Mt 26,39).
Y en Jn 10,18 dice: Mi vida nadie me la quita; yo la doy voluntariamente.
Adorar, pues, es amar como él nos ama.
Solo viviendo en él, como el sarmiento en la cepa, podremos hacer la adoración más perfecta. Lo cual lleva a menudo a la cruz.
San Juan Pablo II canonizó a un número impresionante de mártires. De toda la tierra: 116 del Vietnam, 101 del Japón, del Tíbet, de Turquía, de Polonia, de Rusia, de China, de Francia, de Inglaterra, de España… muchos sacerdotes mártires.
El siglo xx es el siglo en que ha habido más mártires de la historia. En Roma transformaron la basílica de San Bartolomé de la Isla Tiberina en relicario del siglo pasado. Aquí en España tenemos el caso del Seminario de Barbastro, donde murieron 51 claretianos en 1936. También en una guerra civil de Burundi, en los años ochenta, hubo todo un seminario martirizado. Eran unos 150. Los milicianos mataban a hutus.
—Dádnoslos —dijeron a los tutsis.
—Aquí todos somos hermanos —respondieron. Y murieron todos, mártires de la caridad.
Esto solo es posible viviendo en él.
«Por Cristo, con él y en él, a ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria, por los siglos de los siglos. Amén.»
Así termina la parte que llamamos canónica, es decir, el canon de la misa o plegaria eucarística. Solemnemente. Con una doxología que alcanza el cielo y la tierra y por siempre.