Después de alabar al Padre, único momento de nuestra vida en que, gracias a Cristo, le podemos dar todo honor y toda gloria, empezamos el rito de la comunión.
La comunión es nuestro momento más esperado. Es la recepción de los santos misterios, es decir, del cuerpo de Cristo. Es el abrazo del Hermano mayor que ha dado su vida por nosotros.
Es el momento de realizar el gran sueño de Jesús: Tomad y comed todos…
Una hermana vedruna (o sea carmelita de la Caridad) hizo de estas palabras el lema de su vida. Explicaban que, al entrar en el patio, antes de tocar la campana para las clases, ella decía en voz baja: «Tomad y comed…» Era su manera de vivir la Eucaristía después de haber asistido a misa, su manera de unirse al sacrificio de Jesús.
Al principio de estar en Ruanda, en los años sesenta-setenta, confesábamos mucho, durante los Advientos y las Cuaresmas. Recuerdo un día concreto que estábamos en Ruli con el P. Carles Giol y al pasar la puerta…la iglesia estaba llena (unas ochocientas personas). Nos poníamos en el confesionario a las ocho de la mañana y salíamos a las siete de la tarde.
Sentía esta impresión: «Hoy se me comerán a lo vivo. Pero gracias, Señor, por poder vivir totalmente entregado…»
Explicando esto en unos ejercicios de sacerdotes en Tortosa, al final de la charla me vino un sacerdote, párroco retirado, y me explicó una parábola que venía de su territorio:
«Una vez, un nido de hormigas no encontraba grano para el invierno. Un muchachito tuvo compasión y se estiró en la entrada del nido. Y las hormigas empezaron a comérselo a pellizcos. Su madre se acercó:
—Hijo, ¿qué haces?
—Madre, están sin alimento y no podrán pasar el invierno. Yo las amo y no quiero que se mueran…»
Esto hace Jesús con nosotros. No quiere que muramos. En la comunión se cumple el sacrificio de la Nueva y Eterna Alianza. Jesús se nos da como alimento porque nos ama y no quiere que muramos. Y él es Dios. ¿Tanto le importamos los pobres hombres? ¿Quién podrá profundizar este misterio de un Dios que se deja comer por nosotros, pobres criaturas pecadoras? El suyo es un amor que no se puede explicar. Es una locura de amor. Nuestra razón no lo puede entender. Aquí solo pueden hablar la fe, la emoción, las lágrimas…
Jesucristo ha venido para que nos lo podamos comer. Es en la comunión cuando más devoción deberíamos tener. Ayer pensaba en la profesión solemne de la hermana Loreto del Corazón de Jesús. No sé qué maestro de ceremonias me dio el copón, el grande, precisamente.
Yo estaba por mi labor y me sorprendí. «Hacia allá», me dijo, mostrándome el lado derecho. Y mientras iba dando el cuerpo de Cristo, me iba sorprendiendo. Y sentía en la mano como un temblor cuando lo dejaba en la mano de cada comulgante. ¿Cómo puede ser? ¿Cómo puede ser que Dios se haya abajado tanto? ¿Cómo puede ser que Dios sea así? ¿Cómo puede ser que sea todo corazón para cada uno de nosotros? Me sentí confundido como nunca. Espero que nadie lo notara, pero yo lo iba poniendo en la mano con tanta delicadeza como podía. Recuerdo especialmente una mano mutilada, casi sin dedos… y lo puse sobre aquella mano disminuida y Jesús la acarició. No miré la cara de la chica.
Pero Jesús, sentí, se fue hacia esta mano con más amor que a las demás. Porque él es así. «De tal manera ha cogido el último lugar, que nunca nadie se lo ha podido quitar», como decía el beato Carlos de Foucauld.
Realmente el momento de la comunión es extraordinario. Santa Teresita describe su primera comunión como una fusión con Jesús. Es una gracia mística que dice lo que dice. Nos lo comemos… pero es él quien nos asimila, quien nos come, quien nos hace entrar en su vida divina y eterna.
Por eso encuentro que es tan bonito comulgar y dar la comunión. Como dice san Pablo VI: «Nos reviste de él y nos embriaga… y al mismo tiempo nos humilla y nos deslumbra.»
Y es que tanta luz ciega nuestra pobre mirada, que no llega más allá del pequeño horizonte que soy capaz de captar.
Ya iremos hablando de las cosas maravillosas que Jesús hace en nosotros a la hora de comulgar. Esto de hoy es una sencilla introducción en que solo querría describir mi perplejidad ante un misterio tan grande. Pienso que solo se puede hablar bien desde un ambiente de misterio y de emoción, del cual no tengo ni tenemos palabras adecuadas para describirlo, y del cual no soy capaz de decir más.
El día 14 de abril de 1949, Jueves Santo de aquel año, Jesús habló a una mística francesa que se llamaba Gabrielle y le dijo: «Es el día de mi gran amor, celebra mi aniversario de la manera más afectuosa. Mira, en primer lugar, el amor. Da, primeramente, el amor. Busca especialmente el amor y serás lo que yo quiero, mi pobre y pequeña criatura. Todo lo demás no es nada. Hazlo sentir a los otros y crecerás como apóstol. ¡Qué alegría tendría si cada momento vuestro fuera un momento de amor! Sería la mejor respuesta en mi vida vivida sobre la tierra. Como ves, hoy no te puedo hablar de nada más. ¿Has podido pensar en el gran amor que yo tenía cuando instituí la Eucaristía?
»Yo ardía para estar con vosotros, para ser una cosa vuestra, tomada, comida, bebida. Para encerrarme en vuestras iglesias y esperaros, para escucharos y poderos consolar.»