La amistad es el valor más grande que podemos vivir. Sobre todo, la amistad con Dios. Siempre exige correlatividad, es de ida y vuelta.
Puesto que es en la sagrada comunión donde Jesús más amor nos muestra, también tiene que ser el momento donde nosotros más nos entregamos a él.
¿Qué nos da Jesús en la sagrada comunión? Pues se nos da él mismo con lo más precioso que tiene: su corazón entero. El corazón de Jesús que nos ama siempre es la fuente de agua viva que mana hasta la vida eterna. Esta es la buena nueva. Un corazón que ama a justos e injustos, a creyentes y no creyentes, a santos y pecadores. Un corazón grande como el mundo. Un corazón que es como el sol que sale cada mañana. Un corazón que cada mañana se deleita para venirnos a visitar. Por eso el momento de comulgar es tan dulce, tan esperado, tan gratificante. Es el momento más importante del día, para los que tenemos la suerte de poderlo recibir.
El corazón de Jesús se convierte en la fuente del paraíso de donde brotan los cuatro ríos que riegan la totalidad de lo que existe.
El primer río riega el deseo de nuestra unión con Cristo
Santa Teresita, que un día se sentía indigna de acercarse a comulgar, tuvo este pensamiento: «Si hoy el sacerdote solo me da la mitad de la sagrada forma, me sentiré mal, porque pensaré que Jesús viene a mí a regañadientes. Me acerqué al comulgatorio —nos dice— y… ¡qué alegría! Aquel día, por primera vez en la vida, el sacerdote tomó dos sagradas formas muy separadas y me las dio. Podéis imaginar mi alegría y las dulces lágrimas viendo tan gran misericordia de mi esposo Jesús.»
El Cura de Ars, san Juan María Vianney, predicaba un día a sus feligreses: «Venid a comulgar, venid. Ya sé que no sois dignos, pero lo necesitáis.»
Un monje de Jerusalén escribía una carta en nombre de Jesús. «Ven, ven a comulgar. Si esperas a ser santo para amarme, no me amarás nunca. Si esperas a ser perfecto para recibirme, no me recibirás nunca. Ámame tal como eres: hoy, ahora, y no tardes más.»
El segundo río nos separa del pecado
Como dicen las palabras de la consagración de la sangre: «Este es el cáliz de mi sangre, que será derramada por vosotros y por muchos para el perdón de los pecados.»
Santa Gertrudis nos muestra la misericordia de Dios que nos prepara él mismo para recibirlo: «¿De qué me puede servir dar más explicaciones? Aunque viviera miles de años no podría estar nunca suficientemente preparada para recibirlo. Me acercaré a comulgar con fe y humildad. Y a la que el Señor me vea de lejos, su amor me llenará de las gracias necesarias para acogerlo tal como lo desea.»
En el año 2016 el papa Francisco me nombró misionero de la misericordia. Por pura misericordia de Dios (perdonadme la repetición). ¡Cuántas veces experimenté la gracia de Dios hacia nuestros hermanos cristianos!
Un día vino una persona del otro extremo de la diócesis y se acercó al confesionario diciéndome: «Vengo a despedirme de Dios y de la Iglesia…» Yo le dije: «Arrodíllese y confiésese…» Y la mujer se transformó totalmente. Se confesó bien y le pude enseñar la pequeña oración que Jesús mismo dio a la sierva de Dios sor Yvonne-Aimée de Jesús: «Jesús, Rey del amor, yo confío en vuestra misericordiosa bondad.» Me la hizo repetir varias veces. Al cabo de varios meses, volvió al confesionario en una visita que hicimos de nuevo al mismo sitio. «No sabe el bien que me hizo esta pequeña oración —me dijo—. Desde la primera noche me sentí curada y pacificada.»
Otra persona se me acercó: «Hace treinta años que no me confieso. Veamos cómo se arregla esto…» Le contesté: «Yo no, pobre de mí. Jesús sí se lo arreglará, porque hace treinta años que lo espera. Arrodíllese y empecemos.» Fue largo… y el hombre se levantó feliz y en paz. ¡La misericordia infinita del corazón de Jesús! Yo la he experimentado dentro y fuera de mí.
El tercer río nos empuja a comprometernos con los pobres
El año 1983 yo solía ir a una montaña de Kigali (Ruanda) a rezar muchos domingos por la tarde. Un día sentí una llamada interior: «Compra este terreno rocoso y haz una capilla.» Se lo expliqué al obispo Vincent. Él me miró y me dijo: «Si tú lo ves claro, ¡adelante!»
Yo lo veía claro… pero no tenía dinero. Ni para comprar el campo ni para nada. Pocos meses después me llegó un donativo generoso «para que hagas lo que creas necesario». Se compró el terreno y levantaron las paredes. Recibimos una imagen de la Virgen de los Pobres de Banneux (Bélgica) y se hizo la primera peregrinación en 1988, presidida por el obispo Vincent, que le dio el nombre de Santuario de la Virgen de la Paz. Éramos unos tres mil jóvenes.
Después de mi enfermedad de 1998 he vuelto a menudo a Ruanda y desde la ciudad siempre miraba el lugar del santuario… y no veía nada, porque habían plantado muchos eucaliptos.
¡Y sorpresa! El año 2017, casi treinta años después, me llevaron allí y pude ver cómo se rezaba. Subían descalzos y se practicaba el viacrucis.
¡Bendito sea Dios que hace maravillas con los pobres de Ruanda!