Continuemos con las gracias que salen del corazón de Jesús como de los cuatro ríos del paraíso y que riegan todo lo que existe.

Me quedaba el cuarto río, que riega la unidad del cuerpo místico.

La Eucaristía hace la Iglesia. Cuando comulgamos nos unimos más estrechamente a Cristo y a todos sus miembros. Cristo nos une a todos en un solo cuerpo que es la Iglesia. La sagrada comunión renueva, fortifica y profundiza la gracia bautismal, que ya nos une en un solo cuerpo.

Según la cita bíblica (1Co 10,17), ¿el pan que partimos, no es la comunión con el cuerpo de Cristo? Pues siendo uno solo el pan, un solo cuerpo somos todos, porque todos participamos en ese único pan.

Esta comunión de los santos, pecadores perdonados, siempre me ha impresionado. En Ruanda, al principio, cuando todavía no teníamos a las catequistas ministras de la Eucaristía, la comunión duraba más que el resto de la misa. No sabéis la satisfacción que tenía de que se me cansara el brazo por haber dado la comunión durante más de una hora. Veía el amor del cuerpo de Cristo que ama a todos y los une. Un día se me cayeron unas hostias al suelo. Los que venían a comulgar se agacharon conmigo y algunos tomaban con su lengua la sagrada forma. Afortunadamente el pavimento era de baldosas rústicas, pero no sucias, sino muy barridas. A partir de aquel día pusieron una alfombra de hierbas limpias y de hojas verdes de plátano.

Aquella comunión los unía en la fe de los mártires, de los confesores y de los campos de concentración.

Con los héroes cristianos del Vietnam, el siervo de Dios Van Thuan, obispo de Hanoi, prisionero durante once años, nueve de los cuales con incomunicación total, celebraba misa en la prisión con tres gotas de vino en la mano. En el campo de concentración de Dachau, cerca de Múnich, donde los nazis encerraban principalmente a los sacerdotes —había dos mil—, celebraban misa paseando por el patio a paso lento y teniendo por altar un cajón de cerveza. Yo lo pude visitar y me dejó muy impresionado.

El antiguo párroco de Sant Bartomeu del Grau (diócesis de Vic), el P. Joan  Agut, que me llevó al seminario y que pasó un año y medio en la checa de San Elías de Barcelona, siempre en peligro de muerte, organizó una procesión de Corpus en el patio de la prisión. Él llevaba una custodia de papel escondida bajo el chaleco y los demás lo iban siguiendo disimuladamente.

Y, así, tantos y tantos ejemplos que muestran como la santa Eucaristía es este río que sale del corazón de Cristo y que ha unido, une y unirá a todos los miembros del cuerpo místico. Por eso vino Jesús y por eso quiso quedarse en la Eucaristía: para darnos fuerzas en todos los momentos difíciles de la vida. ¡Alabado sea por siempre!

La comunión nos hace vivir esta amistad fuerte, con él primero, y después con todos los hermanos del mundo que lo veneran, lo adoran y encuentran las fuerzas para vivir de este santísimo Sacramento, que es el gran tesoro de nuestra vida. Pensar en esto nos ayuda a hacer de nuestra comunión una «común-unión» con todos los hermanos de la tierra. Esto lo encuentro tan grande y heroico que un día pensaba que los ángeles del cielo nos deben de tener envidia; santa envidia, huelga decirlo.

Yo pienso que, cuando intentamos comulgar bien, estamos rodeados de ángeles que adoran a Jesús porque nosotros no sabemos hacerlo bien. Efectivamente, los ángeles son nuestros hermanos mayores en la adoración.

Decíamos hoy que la amistad es un camino de ida y vuelta; que debe tener correlatividad, complicidad y respuestas. Hemos intentado responder sencillamente a todo aquello que veíamos que hace Jesús.

Y nosotros, ¿qué tenemos que aportar a esta amistad? Pues intentar corresponderla, como criaturas pequeñas de Dios. Afortunadamente, él mismo nos ayuda, como decía ayer santa Gertrudis. La intención tiene que ser responder al gran deseo del Rey con nuestro pequeño deseo. Intentar colaborar con él para reparar nuestros pecados y los pecados del mundo. Intentar ser amables con los pobres, puesto que no podemos ofrecerles una vida mejor. Y, en cuarto lugar, intentar la unidad con todo el mundo, en la medida posible.

Recibirlo con un gran acto de fe, confiar mucho más en él, amarlo mucho más. Al menos decirle que lo querríamos hacer. Porque, como dijo Carlos de Foucauld en una carta escrita la noche antes de ser asesinado, «nunca acabamos de amar a Cristo suficientemente, pero lo querríamos hacer, y quererlo ya es empezarlo a hacer».

Abrirle puertas y ventanas. Ofrecerle lo que somos, como lo pidió Jesús a san Jerónimo, retirado en Belén.

Un día que Jesús se le apareció, le preguntó:

—Jerónimo, ¿qué me das?

Y él responde:

—Señor, yo lo he dejado todo para venir a orar en este monasterio con toda austeridad.

—Bien, Jerónimo, pero no es suficiente. ¿Qué más me das?

—Mi inteligencia, mi traducción de vuestra Palabra…

Y,después de pedírselo unas cuantas veces, le dice:

—Jerónimo, no hay bastante. ¿Qué más me das?

—No lo sé, Señor. ¿Qué más queréis que os dé?

—Tus pecados, Jerónimo. Todavía no me has dado tus pecados para poderlos perdonar.

Y quizás el secreto último para comulgar bien es simplemente estarnos recogidos sobre las rodillas del Señor, mirarlo y sonreírle, teniendo conciencia de nuestra flaqueza.

Yo veo que mis sobrinos que vienen a casa (cal Pau de Sant Bartomeu del Grau) nunca están tan felices como cuando sus hijos, sentados en el regazo, miran al padre o a la madre, les tocan la nariz o los cabellos y les sonríen. Y los padres, felices. Pienso que algo así tendríamos que hacer después de comulgar. Jesús ya sabe que no podemos dar gran cosa más, porque realmente nos ve pequeños y humildes y contentos de sonreírle gozosamente.

Cómo dice san Agustín en un sermón: «Es una gran misericordia que el médico haga de su propia sangre nuestra medicina.» Es decir, él lo hace todo, si nos ponemos en sus manos como niños pequeños.

Un ejemplo de la alegría del agradecimiento es una historieta que se contaba:

En África había una tradición que explicaba lo que pasó con un rebaño de patos, que se peleaban continuamente porque había poca agua en la balsa. La sequía aumentó y al final prácticamente la balsa se vació. Entonces cada pato se quedó en su charco sin poderse comunicar con los demás, y todos quedaron muy tristes.

Llegado el otoño, volvieron las lluvias, y la balsa se llenó de nuevo. ¡Qué alegría tuvieron los patos al reencontrarse, jugar juntos y poder recorrer toda la extensión de agua de que disponían!

Como el agua para estos patos, el espíritu de acción de gracias nos une a todos cuando comulgamos con fe y comunión de espíritu. Juntos nos sentimos bien, por tener el mismo objetivo, y sentimos que la abundancia de la gracia de Dios es como el agua que nos alegra a todos.