«Fieles a la recomendación del Salvador, y siguiendo su divina enseñanza, nos atrevemos a decir: Padre nuestro…»

Esta fórmula, que siempre es libre, hace de bisagra entre el rito de la consagración, o canon, y el rito de la comunión. Yo la voy cambiando un poquito. Siempre, de todas maneras, es más o menos la misma.

Expreso mi estado de ánimo para preparar la comunión:

—sentimiento de pobreza absoluta;

—fe en el perdón de Dios;

—confianza plena en el Señor;

—atreverse a decir su oración al Padre.

Sentimiento de pobreza absoluta. Que ya llevo desde la consagración.

¿Quién soy yo? ¿Y quién es él? Conozco mi miseria gracias a su grandeza. Revelando su grandeza creadora, redentora, la fuerza de la cruz, y especialmente de su resurrección… todo me supera tanto que soy como una hormiguita bajo los pies de un elefante, como dirían los africanos.

Y, además de la pobreza, el pecado. Soy un pobre pecador que él ha levantado del polvo y de la ceniza por pura y gratuita bondad.

Ayer, al salir del sermón de las Sacramentarias, me pedían confesión. «Por la tarde», les dije. Así impulsivamente e inexplicablemente. Y, al bajar al pie de la catedral, un hombre de unos sesenta años me pidió confesarse. «Entremos en la catedral.» Buena confesión. Y al salir me dijo: «Me sentía mal como nunca. Una cosa como esta no me había pasado en mi vida.» Algunas lágrimas. Entonces entendí cómo Dios quería que estuviera disponible en aquel momento. Mi respuesta brusca tenía un sentido escondido. Me llevaba a un hijo pródigo. Me agradeció la paz encontrada. «No —le dije—, dé gracias a Dios. Yo he pasado por pura casualidad.»

Siempre quedo sorprendido cuando Dios me lleva a encontrarme con desconocidos. En realidad, son ángeles de Dios, o yo hago de ángel para ellos, porque en realidad es Dios quien nos lleva.

Fe en el perdón de Dios

Dios no se cansa nunca de perdonar. A todo el mundo. Hasta setenta veces siete. Esta experiencia que vivimos día tras día nos ayuda mucho a ser también compasivos y misericordiosos. Dios tiene siempre la puerta abierta y nos espera.

San Francisco de Sales, ordenado sacerdote, recibió el nombramiento de párroco de Thonon, en una región que se había pasado al calvinismo. Cuando llegó solamente quedaban quince católicos. Al principio, su oración y su esfuerzo pastoral no daban resultado. Hasta que instauró las cuarenta horas de adoración a Jesús Sacramentado. Las preparó durante meses y las inauguró tan solemnemente que incluso tuvo al nuncio del papa. Centenares de calvinistas redescubrieron el santísimo Sacramento. Consta en los archivos que 2.700 calvinistas volvieron a la Iglesia católica. Fue el inicio del retorno en masa de la gente de la región de Chablais (alrededor de unos 80.000 habitantes). Gracias a la exposición solemne de Jesús Eucaristía y, por supuesto, a sus sermones y sacrificios, a su humildad y a su fe en el perdón de Dios.

Y ahora dejadme comentar brevemente la confianza plena en el Señor de la fórmula que el Espíritu Santo me inspira. La confianza es la llave para entrar en el corazón de Jesús. Es el gran secreto de los santos. Con la confianza han hecho milagros. Nuestra madre santa Teresa, confiando siempre en Jesús, transformó la geografía religiosa de España con sus fundaciones.

Y si leemos los escritos de santa Teresita, sobre todo los referentes a su caminito de la infancia espiritual y del santo abandono, vemos en cada página que su confianza es omnipresente y total. La carta 176 a su hermana mayor dice: «Loque gusta (a Jesús) es verme amar mi pequeñez y mi pobreza. Es la esperanza ciega que tengo en su misericordia. Este es mi único tesoro. ¡Ay!, ¡como querría haceros conocer lo que siento! La confianza, y nada más que la confianza, puede llevarnos al amor.»

En el manuscrito A, recordando el amor que Jesús le tiene, dice: «¡Oh Jesús, déjame que exprese el exceso de tu amor, que llega a la locura! ¿Cómo quieres que ante esta locura mi corazón no se lance hacia ti? ¿Cómo podría tener límites mi confianza?»

Esto ya lo empezó a vivir en unos ejercicios espirituales practicados en 1891, dirigidos por un misionero popular «que no gustó a nadie de la comunidad excepto a mí», escribió santa Teresita, y que le dijo que sus faltas no desagradaban a Dios, porque eran fruto de su fragilidad. Podía, pues, confiar en Dios y lanzarse, como dice ella, «a toda vela por los mares de la confianza y del amor, que tan fuertemente me atraían, pero por los cuales no me atrevía a navegar» (manuscrito A, 80).

La última semana de septiembre me llevaron a Lisieux (Francia). Y esta vez fui totalmente decidido a pedirle que estas palabras que digo al iniciar el Padrenuestro: «pero confiando plenamente en él, nos atrevemos a decir…», me entren completamente hasta lo más profundo de los huesos.

En las apariciones de Jesús en los tiempos modernos, ha pedido siempre la confianza y ha enseñado oraciones adecuadas.

—A santa Margarita María Lacoque: «Sagrado Corazón de Jesús, en ti confío.» Mi madre murió rezándola.

—A santa Faustina Kowalska: «Jesús, en ti confío.»

—A la sierva de Dios sor Yvonne-Aimée de Jesús de Malestroit: «Jesús, rey del amor, yo confío en tu misericordiosa bondad.» Y muchos se curaban cuando ella lo rezaba junto con los enfermos.