Siento que no he agotado este tema, y lo continúo desde una óptica ligeramente distinta. El silencio sagrado después de la comunión es el gran momento de contemplación, de súplica y de gozosa acción de gracias. Jesús sacramentado, Señor eterno, creador del cielo y la tierra, se ha dignado venir dentro de mí y formar parte de mi vida, dándome la suya.

Es el momento de formular un gran acto de fe en su resurrección. Viene para que yo viva de su vida divina.

Como decíamos en el momento de la consagración,

—nos quiere curar de nuestro orgullo con su humildad, obediente al Padre y a su plan de salvación para todos los hombres;

—nos quiere curar de nuestro placer, enseñándonos la renuncia hasta la muerte, si hace falta, por la gloria de Dios y la salvación total de todo hombre y de todos los hombres;

—y nos quiere curar de nuestro egoísmo, haciéndonos participar de su generosidad total para glorificar al Padre y edificar la «nueva y eterna alianza» con la humanidad.

De aquí se deduce que:

—hemos de vivir una fe, en la totalidad de nuestra vida;

—hemos de vivir nuestra esperanza, en la universalidad de su acto de entrega salvador;

—y tenemos que vivir nuestra caridad buscando siempre y sin desfallecer el amor de alianza con toda la humanidad, pasada, presente y futura.

Con la mirada de fe

Vemos cómo Jesús estalla en puro impulso de amor. En el corazón de nuestra historia está el mismo corazón de Dios. En la cruz, Jesús se hace tal fragilidad que no se puede defender. En la misa, la humanidad se posa al pie de la cruz.

En la misa, la humanidad entra en este universo de generosidad divina que recibe todo comulgante y que nace mientras él resucita.

De la misa nadie está ausente. «En la misa abrazamos al mundo», escribió san Juan Pablo II en una carta que nos dirigió a los presbíteros un Jueves Santo.

Es imposible comulgar bien si no vivimos la comunión como un abrazo dado a toda la humanidad.

Todos tenemos que ser, los unos para los otros, una presencia real de Cristo.

En cada comunión podemos comunicar una luz infinita. Dios se ha manifestado en forma de esclavo para que nos lavemos los pies, como él nos los lavó en el primer Jueves Santo.

La hermana McKenna, en su libro Los milagros, sí existen, explica (como ya recordamos anteriormente) que ayudó a un sacerdote que tenía un cáncer incurable en el estómago. «Decid, nada más comulgar: Señor, si queréis me podéis curar.» «Sí, lo quiero», respondió Jesús. Y el sacerdote tibio de antes dedicó su vida, en Sydney, a ser un apóstol fervoroso de la Eucaristía.

Con la mirada de la esperanza

En la comunión eucarística, dice un apóstol italiano llama Amedeo Cencini, Jesús nos da una pureza de corazón, transparente y radical que:

—va hacia Dios;
—nos lleva siempre a Dios;
—nos da una confianza total en Dios;
—y se abandona en Dios, como nos enseña santa Teresita del Niño Jesús en su caminito de la infancia espiritual.

Después de comulgar, nuestra faz tendría que expresar a todo el mundo el sacramento sonriente del amor eterno de Dios.

Dice san Agustín: «Crece y me podrás comer. Y no eres tú quien me comerás, como lo haces con el pan, sino que eres tú quien te transformarás en mí.»

En la comunión participamos plenamente de la inmolación de Jesús en la cruz, que pide nuestra parte de entrega. La obra del Verbo Encarnado es la de reunir la humanidad en torno a sí para hacer una ofrenda de culto al Padre en el Espíritu Santo, como nos dice el P. Zundel, un sacerdote místico de la Suiza alemana.

Con la mirada de la gozosa caridad

Digo todo esto —afirma Jesús en Jn 17,13, que es el gran prefacio de su misa— para que ellos tengan también mi gozo, la plenitud de mi gozo.

«Señor, Padre todopoderoso, iluminas a tus siervos con la luz del Espíritu Santo, para que, liberados de todos los enemigos, seamos felices alabándote continuamente», rezamos en la hora tercia del breviario (cuarta semana).

Sin la dimensión de la caridad universal, la misay la comunión serían imposibles.

«La comunión tendría que tener un espacio ilimitado en la presencia divina —como dice Zundel—, que lo invada todo, a todos los hombres y a todo el universo. La comunión tiene que abrir espacios para todos los sufrientes, los solitarios y los abandonados.»

El sentido último del universo es el de reflejar la faz de Dios, participar de su amor, entrar en la gozosa alegría trinitaria. En la comunión contemplamos cómo toda la humanidad y todo el universo se hacen respiración de Dios.

En Cristo cada persona se hace un universo y cada persona se hace universal, continúa Zundel.

Ya vemos cómo la belleza de la comunión es la de hacernos vivir la totalidad, la universalidad y la alegría de Dios que entra en nuestros corazones para engrandecerlos a su imagen y semejanza.

No sé si conocéis la historia de Filípides. Es del año 450 aC y en Maratón los griegos libraron la gran batalla final contra los persas, a los que querían destruir. Vencieron los griegos, menos numerosos, pero también más motivados: defendían a su patria, a sus esposas e hijos, defendían su libertad. En las postrimerías de la batalla, el general griego llama a Filípides, porque sabe que es un gran atleta.

—Ve a anunciar a Atenas que hemos vencido —le dice el general.
—Voy a toda velocidad.

Y corrió los 42 km sin parar. (Esta carrera se volvió mítica y es el inicio de los modernos juegos olímpicos.)

Llegó al Ágora de Atenas y pudo gritar: «¡Victoria, victoria…!» Y cayó muerto. Tuvo un funeral de héroe y su nombre es más recordado que el de su general.

Esto hace Jesucristo, muriendo y resucitando. «¡Victoria!», nos dice a todos. Somos fruto de su amor gozoso, que se da hasta el extremo. Y nos obtiene el poder participar de su resurrección.

¡Sea glorificado por siempre!