Después del silencio, el sacerdote se levanta y dice: «Oremos

Pienso que pasamos muy rápido, de esta oración. Quizás porque estamos absortos por el silencio sagrado o porque tenemos prisa por acabar. Nos tendríamos que fijar más. He elegido tres ejemplos:

—«Que nos santifique, Señor, la participación de la mesa de Cristo, a fin de que, habiéndonos hecho miembros de él, seamos aquello que recibimos» (28 de agosto, memoria de san Agustín).

—«Dios omnipotente, haz que la fuerza de estos santos misterios fortalezca constantemente nuestra vida, imitando la humildad de nuestro Salvador» (Octava de Navidad).

—«Señor, que tu Iglesia, fortalecida con estos misterios, se alegre con el gozo de la Natividad de santa María, virgen, esperanza de todo el mundo y aurora de la salvación» (8 de septiembre).

Como veis, normalmente pedimos que la Eucaristía y la comunión den fruto en nuestra vida. Que todo lo que hemos celebrado sea útil a toda la Iglesia y que lo continuemos viviendo con intensidad. Que se note que hemos ido a misa.

Estas tres oraciones de postcomunión que he escogido son muy significativas para mí.

Antes de comentarlas, se impone una pequeña reflexión. La fe en la Eucaristía nos ha dispuesto para la vivencia del estupor y la maravilla del amor de Dios. La misa se convierte en el punto de encuentro de las tres dimensiones de la temporalidad:

—la memoria del pasado (la primera de las tres oraciones o colectas);

—la plenitud del presente (la oración del ofertorio que introduce el prefacio);

—y una anticipación del futuro (que corresponde a esta tercera oración, que ya nos envía a vivir la misa en nuestra existencia cotidiana).

Toda la historia de la salvación, desde Adán y Eva, no era más que un largo peregrinaje hacia Cristo, que, por su cruz y su resurrección, lo unifica todo.

La Eucaristía supera la tensión entre el pasado y el futuro. En la misa se anticipa el misterio del futuro porque estamos esperando su venida hasta que él vuelva (1Co 11,26), cosa que hace que, en el presente, el que vivimos en la misa, sea un momento muy intenso. Anticipa la eternidad. Nos revela, por lo tanto, que somos peregrinos del Absoluto, que caminamos hacia la Patria, que vamos para encontrarnos con el Señor. Y, como los primeros cristianos, tenemos la certeza de que nos espera el Esposo. Por eso decimos o cantamos el Maranatha – Ven, Señor Jesús (Ap 20,12).

El centro de la salvación, el lugar donde se dan la mano el tiempo y la eternidad, es Cristo: Cristo, ayer, hoy y siempre (He 13,8).

Estas oraciones de la parte de la comunión nos proyectan hacia el futuro, hacia aquello que tenemos que hacer para entrar bien dentro de la eternidad.

El hombre que camina en esta vida tiene que saber de dónde viene y a dónde va. Aparentemente, el punto de salida y el de llegada parecen opuestos. Pero la condición del hombre es tal, que cuando da el primer paso, supone el último, y este último es el que puede hacer que el primero sea acertado.

Fijaos si esto es importante que del acierto en la dirección que tomamos depende la buena llegada a la hora de la muerte. El hombre, los millones de hombres que son víctimas de la cultura actual que ha abandonado a Dios, que viven como si Dios no existiera, no tienen futuro. Y no saben o no se atreven a decir hacia dónde van.

Vemos a nuestro alrededor un gran interés por el pasado (Big Bang, dinosaurios, galaxias y estrellas, evolución de las especies, misiles hacia la Luna, Marte o Júpiter, cosas que apasionan a mucha gente).

También nos interesa el ejemplo de los grandes hombres. Pienso, por ejemplo, en Abraham Lincoln, el decimosexto presidente de los Estados Unidos de América, que era un hombre deseoso del amor y quiso vivir la experiencia de la reconciliación. Le tocó vivir la historia de la guerra civil entre el Norte y el Sur de su país. A pesar de todo, él no cesó de luchar por la pacificación, por lo que abolió la esclavitud. Y finalmente pudo ver la reconciliación que tanto había deseado entre el general Lee (sudista) y el general Grant (nordista). Y como colofón, como ha pasado con muchos grandes hombres incomprendidos, lo asesinaron el 14 de abril de 1865. Como secretarios de Estado, escogió a los que creyó más capaces; entre ellos, a su gran enemigo político, Stanton, como secretario de la Guerra, que después le fue muy fiel y le sirvió con mucha competencia. El acontecimiento masivo de sus funerales fue el mejor homenaje que se le podía haber hecho. «Ahora nuestro presidente tendrá siempre un lugar en la historia de nuestro país.» En el Parque de los Presidentes, su monumento es el más impresionante.

También vemos un gran interés por el presente (acontecimientos de la ciencia, descubrimientos, inventos, política, guerras absurdas que no acaban nunca)…

¿Y el futuro? ¿Y la muerte? De esto la cultura laica moderna no sabe qué decir. Y los escépticos se ríen diciendo que no hay Dios ni eternidad.

Dios ha creado al hombre para que se salve. Por esto Jesús se ha hecho uno de nosotros, para venirnos a buscar y para andar a nuestro lado. La misa es la gran ayuda para el camino de la salvación. La respuesta cristiana para llegar felizmente a término, la tenemos en la Eucaristía, en la misa, y a menudo en esta última oración que concluye la celebración.

En ella vemos que el convite de Cristo, el precio y el premio de la vida de la gloria es la comunión que se prolonga. Es Jesús que quiere continuar estando en nosotros todo el día. Este es el auténtico fin del hombre. San Buenaventura dice: «Quien se salva sabe, y el que no se salva no sabe nada.» Y tiene razón.

Con esta explicación es fácil interpretar las tres oraciones escogidas con rapidez. Todas las oraciones del final —la postcomunión, como dice el ritual— tienen la misma orientación:

—La de san Agustín: «Que nos santifique, Señor, la participación de la mesa de Cristo, a fin de que, habiendo sido hechos miembros de él, seamos aquello que recibimos, es decir, otros Cristos.» O bien la de sor Isabel de la Trinidad: «Que yo le sea una humanidad suplementaria, en la cual él pueda revivir todo su misterio.»

—En la postcomunión de la Octava de Navidad: «Haz que la fuerza de estos misterios fortalezca constantemente nuestra vida, imitando la humildad de nuestro Salvador.»

—Y en la tercera, del 8 de septiembre (abrevio): «Que la Iglesia se alegre con el gozo de María, esperanza de todo el mundo y aurora de la salvación.»

Todas estas oraciones de postcomunión miran al bien de nuestro futuro.

La gracia obtenida está destinada a durar hasta la vida eterna. La misa se acaba, pero la Eucaristía dura y nos quiere llevar hacia el futuro feliz.