El ritual establece así el final de la misa:

—«El Señor esté con vosotros.»
«Y con tu espíritu.»

—«La bendición de Dios todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, descienda sobre vosotros.»
—«Amén.»

La bendición es siempre la expresión de un deseo. Cuando este deseo viene de Dios, siempre es eficaz.

La bendición no es ningún sacramento, pero es un sacramental cuando la da la Iglesia. Bendice Dios desde el ofertorio. Entonces es más bien una afirmación: «Te bendecimos, Señor, Dios del universo, por este pan… o este vino, frutos de la tierra y del trabajo del hombre.» Se bendice una iglesia, un altar, las imágenes, el agua. Los padres bendicen a los hijos, y los buenos amigos sacerdotes nos bendicen, y yo, desde que leí un libro sobre Medjugorje, bendigo muy a menudo.

Decir: «El Señor esté con vosotros», ya es una bendición. En Francia se acostumbra a oír que el presbítero dice: «El Señor está con vosotros.» Sin embargo, nuestro ritual dice muy claro: «El Señor esté con vosotros.» Es el preludio de la gran bendición trinitaria del final de la misa. Es esta la que permite que podamos despedir a la gente de la asamblea: «Podéis ir en paz.»

Ahora es el momento oportuno para reflexionar sobre el deseo, que es la base de la bendición de Dios y del hombre.

Empezamos por el deseo que tiene el hombre

La Eucaristía, sacramento de amor, dilata nuestro corazón con el deseo de Dios. El hombre da su medida tanto por las obras que hace como por las que desea hacer. El hombre desea el bien que no tiene. «Dime lo que quieres y te diré quién eres», reza un proverbio asiático. El profeta Daniel es definido así por la Biblia: Tú eres un hombre de deseos (Dn 9,23).

San Agustín define al hombre como «capax Dei», capaz de conocer y amar a Dios. Lo que nos viene a decir es que el hombre está hecho a la medida de Dios, para vivir en comunión con él. Por eso todo hombre solo se siente feliz cuando está en comunión con Dios.

Santa Teresa de Jesús tenía la experiencia de correr y de volar. Como dice el Salmo 118,32: Tú mi corazón ensanchas. Todos deseamos el bien, como la cierva languidece tras las corrientes de agua (Sal 41,2). El deseo del hombre va hacia el bien, todavía ausente, pero como el fin esperado.

Adán y Eva, reyes de la creación, se dejaron engañar por el diablo y abandonaron el mandamiento de Dios a causa del orgullo. Por eso perdieron el paraíso. Y ahora todos somos hijos suyos por el pecado original. Y todos tenemos nostalgia del retorno a la felicidad original.

La misa nos ayuda a hacer crecer este deseo de felicidad para siempre. Y esta nostalgia nos conforta en el camino de la vida, lleno de espinas que muchas veces se nos clavan en el alma.

Cuando vamos a misa deseamos el cielo, deseamos el Reino que es Jesús. Queremos ver a Jesús (Jn 12,26), pedían a Andrés aquellos griegos.

Nuestra tierra prometida, como cantamos, es la misma vida de Dios. La nostalgia y el deseo del paraíso nos ayudan a ir a misa y a comulgar bien. Y, si lo hacemos así, el día siguiente, o el próximo domingo, tendremos ganas de volver.

El deseo de comulgar ha hecho muchos milagros. Leía hace poco el caso de la beata Imelda Lambertini, fallecida a la edad de once años. Decía que quería ser monja y de todos modos; sus padres dejaron que entrara en el convento de Dominicas de Santa Magdalena. Un deseo vivo quemaba su corazón: poder recibir el cuerpo de Cristo. No paraba de orar: «Jesús Eucaristía, te deseo tanto…» Pero todavía no tenía la edad.

Un día se quedó en la iglesia después de misa, y una monja la vio en éxtasis: los ojos fijos en una brillantez que parecía una sagrada forma. Toda la comunidad fue a la capilla. El sacerdote decidió darle la primera comunión. La hostia, suspendida, se posó sobre la patena y el cura se la dio a Imelda. Pocos segundos después, cayó muerta y fue llevada al cielo llena de amor. El milagro fue reconocido e Imelda fue beatificada.

También me impresionó el caso de una niña que se llamaba Catalina, de Moscú, en tiempo del comunismo más radical. Sus padres eran grandes militantes. Y Catalina les dice:

—Quiero hacer la primera comunión.

Gran enojo. La niña se fue a la cama y rehusó comer y beber nada. Los progenitores no cedían. Al tercer día el padre empezó a bajar el tono:

—Pero, Catalina, ¿qué me dirán los camaradas? ¿Qué cara me pondrán?

Y Catalina responde rápido:

—La misma que tú. Todas las niñas de la clase hemos pedido hacer la primera comunión.

Y todas la hicieron. Dios lo puede todo.

La bendición del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo es la respuesta positiva de Dios al deseo del hombre que ha venido a misa y ha asistido con devoción.

Continuemos por deseo de Dios

El primero que tiene deseo de darse en la Eucaristía es Jesús: Vivamente he deseado comer esta cena pascual antes de padecer (Lc 22,15).

Él es el que nos dice desde la cruz: Tengo sed (Jn 19,28).

Y él es quien quiere llenar nuestro corazón: Yo he venido para que tengan vida, y la tengan en abundancia (Jn 10,10).

En la misa, pues, se encuentran los dos grandes deseos, como con la samaritana. Es el encuentro de los dos formas de sed, como dice el catecismo definiendo la oración y, por tanto, la comunión. «La bendición de Dios Todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, descienda sobre vosotros.» Y hacemos una cruz muy ancha sobre la parte noble de nuestro cuerpo, manifestando que recibimos con gusto esta bendición final.

Que nos vamos para volver. Y que volveremos mientras podamos… hasta que nos encontremos en la gloria del cielo. Hasta poder entrar en el paraíso eterno de Dios. Y mostramos también que la misa y la comunión, fruto del amor infinito de Dios, ya son el paraíso deseado en la tierra.