Cuando era joven, en el momento del final de la misa, antes de la expresión «Podéis ir en paz», nuestros párrocos nos daban los avisos para la semana. Estoy acabando el comentario de la misa, especialmente los signos y ritos que, normalmente, no se explican mucho o nunca. Al menos un servidor es la primera vez que lo hago. Los Santos Padres de la Iglesia lo llamaban «catequesis mistagógicas», porque explicaban el sentido profundo de los ritos o rúbricas.

Aquellos momentos de nuestros párrocos, los recuerdo como muy agradables. Al menos tal colmo los hacía el P. Joan Agut, aquel prisionero de la checa de San Elías, que solía ser la antesala de la muerte; y recordamos que él fue el primero en hacer una procesión de Corpus en el patio de la prisión con una custodia de papel.

Había empatía entre el párroco y su pueblo, y eran avisos que todo el mundo esperaba.

Bien, pues, termino la penúltima de estas homilías sobre lo que hacemos en la misa los sacerdotes con unos avisos que no pretenden avisar de gran cosa, sino expresar algunos sentimientos personales.

  1. El primero es avisaros de que he hecho con gusto estas intervenciones, porque es el Espíritu Santo quien me lo inspiró dos días antes del primero de agosto. He obedecido, pues, a la voz interior del Espíritu, y doy gracias a Dios.
  2. El segundo es avisaros de que, ahora que estoy en el final, constato mi poca santidad y os pido perdón. Habrían podido ser mucho mejores si yo hubiera estado mejor preparado en ciencia y santidad, después de cincuenta y cinco años de celebrar la santa misa.
  3. El tercer aviso es para deciros que doy gracias a Dios de mi vida de presbítero. A pesar de todas mis faltas, flaquezas y pecados… siempre me he sentido amado y elegido por Dios. Y, ¿por qué no decirlo a mi edad?, també por un buen grupo de hombres y mujeres de Ruanda, Argentina, Alemania, Bélgica, Méjico, Guatemala, Estados Unidos, España y sobre todo en nuestra diócesis, donde he predicado. Siempre me he sentido muy escuchado. Dado que preparaba a la gente para la visita pastoral, un día el señor obispo me dijo: «Tú eres el único cura que ha predicado en todas las parroquias del obispado.» Esto, de momento, ha durado catorce años.
  4. El aviso que doy ahora es consecuencia lógica de lo que acabo de decir. Doy gracias a la Iglesia que me ha enviado por el mundo, después de haberme formado intelectual, moral y espiritualmente a través de sacerdotes sabios y santos.
  5. El quinto aviso es decir que, después de haber sido párroco o vicario de siete parroquias, ahora sirvo para todo reemplazando a otros sacerdotes por los alrededores de la ciudad de Vic, en misas ocasionales. Pues también hace catorce años que me propusieron ser capellán de esta comunidad de carmelitas de Santa Teresa, que ya llamo «mi comunidad». Doy muchas gracias a Dios y, de nuevo, ¿por qué no decirlo?, me siento muy privilegiado y edificado por la santidad que aquí se vive, muy silenciosamente y con mucha humildad y también con mucha ternura. Gracias, hermanas, por haberme edificado durante todos estos años. Gracias por haberme soportado, porque yo soy ave silvestre y en la vida no he sabido estar nunca muy quieto. Sé que lo toleráis con santa resignación, y lo admiro. Algún día, estando lejos, pensaba: «Cuando vuelvas ya habrá otro.» Y no. Me habéis sabido perdonar y lo habéis aceptado con cierto buen humor. Y gracias sobre todo a Dios, que me ha hecho testigo de cómo oráis, cómo preparáis las fiestas, los cantos, las flores de los altares… Y termino con lo que encuentro más grande y bonito en vosotras: cómo cuidáis a las enfermas y cómo comulgáis. Eso sí me ha edificado, día tras día, y me ha hecho sentir muy pequeño interiormente. Y me digo: «Señor, yo no soy digno de veros tan fieles y fervorosas.»
  6. El sexto va por los que venís a la misa de las ocho de la mañana. Tenéis mucho mérito. También me acompañáis muy fraternalmente. Me comentáis cosas que os han gustado, y no os lo habéis callado. Me avisáis si me despisto, me comprendéis cuando veis que me he hecho viejo, las manos me tiemblan un poquito, y alguna vez, a la hora de la comunión, alguna sagrada forma se me cae al suelo. Pido perdón. Y sé que esto irá a más, por ley de vida. Os agradezco que me soportéis cuando me animo demasiado y los sermones me salen más largos de la cuenta, pero es que pretenden encender nuestras generosidades. Para podernos enriquecer de su pobreza, el Señor nos lo pide todo. Una parábola de Rabindranath Tagore es muy ilustrativa en este aspecto. Lo explica así:

«Iba yo mendigando de puerta en puerta por los caminos de mi aldea, cuando un día vi venir hacia mí la carroza de oro del rey, como un sueño dorado. “¡Qué suerte! —me dije—. Hoy quizás me haré rico.“ La carroza llegó y se paró. El rey abrió la puerta y me miró sonriente. Sentí que al final me había llegado la felicidad de la vida. El rey bajó y vino hacia mí. Y me puso la mano, diciéndome: “¿Puedes darme algo?” ¡El rey me pedía a mí, pobre mendigo! Todo confundido, metí la mano dentro del saco y le di un grano de trigo. “Aquí tenéis mi pequeña ofrenda.” ¿Qué más podía hacer por él? El rey lo cogió como acariciándolo, me dio las gracias y se fue, dejándome el polvo de los caminos. Al atardecer, llegando a casa, vacié el saco y… ¡qué sorpresa! Un grano de oro brillaba en el centro de mi colecta. Me senté en el suelo con mi granito de oro y lloré toda la noche. “Si le hubiera dado todo, ahora todo se habría transformado en oro.” Así es como el rey me quería enriquecer con mi generosidad.» Lo que enseña esta parábola es verdad para todos nosotros. Dios nos quiere enriquecer en la medida de nuestro desprendimiento.

  1. El séptimo y último aviso es repetir que estoy enamorado de este retablo y de este altar. Sé que los santos del Carmelo me guardan las espaldas. Cuando digo de memoria el Salmo 62 y rezo la expresión del versículo 3: Yo te contemplaba en tu santuario cuando te veía glorioso y poderoso. El amor que me tienes vale más que la vida…, veo enseguida este maravilloso conjunto de santos y santas carmelitas, con santa Teresa en el centro y el grupo de los veintiocho ángeles. Y en cuanto al altar, llegó a mis manos una oración de la Iglesia de Siria, ahora tan perseguida, con la que me siento muy identificado:

«Quédate en paz, altar santo del Señor.
No sé si volveré otra vez cerca de ti o no.
Que el Señor me conceda verte en la asamblea del cielo.
Pongo mi confianza en este pacto.
Queda en paz, altar santo y propiciatorio.
Que el cuerpo y la sangre expiatoria que he recibido de ti me sirvan para la remisión de las culpas y el perdón de los pecados y me den confianza ante el tribunal de nuestro Señor.
Quédate en paz, altar santo, mesa de vida, y suplica por mí a nuestro Señor Jesucristo para que sobre ti no se deje de hacer memoria de mí cuando ya no esté.
Amén.»