El Evangelio es el plato fuerte de la primera parte de la misa. En el Evangelio es Jesús quien habla, nos dice el Concilio Vaticano II. Lo que representa una responsabilidad para el sacerdote, porque se sabe indigno de que Jesús use la lengua, la boca y las cuerdas vocales de un pobre pecador. Es el humor, mejor dicho, el amor de Dios que siempre actúa sacramentalmente en la Iglesia, valiéndose de pequeños signos de la vida de cada día.
Por eso la rúbrica ayuda mucho ofreciéndole, al sacerdote, una breve plegaria que tiene que decir postrado ante el altar. La tiene que decir en voz baja mientras se canta el Aleluya. Yo la digo siempre en latín, que ahora traduzco:
«Limpia, Señor, mi corazón y mis labios, tú que limpiaste la lengua del profeta Isaías con la brasa encendida. Dígnate, pues, por tu misericordia, purificarme, para que pueda anunciar dignamente tu santo Evangelio. Por Cristo, nuestro Señor. Amén.»
Y, yendo al púlpito o al ambón, saluda a la asamblea diciendo: «El Señor esté con vosotros.» Parece que la traducción sería más exacta si dijera: «El Señor está con vosotros.»
Los grandes temas del Evangelio, me explicaba un biblista Padre Blanco con quién viví cinco años, son tres:
—Lo más importante que Jesús enseñó: las Bienaventuranzas.
—Lo más importante que Jesús rezó: el Padrenuestro.
—Y lo más importante que Jesús hizo: la Eucaristía.
Lo cual concuerda muy bien con la gran definición que Jesús hace de sí mismo, en el Evangelio de Juan (14,6): Yo soy el camino, la verdad y la vida.
En el Evangelio aprendemos a conocer a Jesús, a seguirlo y a amarlo. Jesús se nos presenta y nos habla. Gracias al Evangelio conocemos sus amores, sus preferencias, las prioridades de su vida, sus amigos, sus delicadezas con las mujeres, los ejemplos que tenemos que seguir; los secretos del Reino, que no define nunca pero que nos hace intuir en las parábolas (creo que hay cuarenta y dos), y, en las polémicas con los escribas y fariseos, las actitudes que tenemos que evitar para ser auténticos discípulos.
Gracias al Evangelio, que san Francisco de Asís quería que fuera la primera regla de sus seguidores, conocemos a María, la dulce Madre, que interviene en el primer milagro de Jesús en Caná, que estará de pie junto a la cruz compartiendo la pasión de su Hijo y a quién Jesús nos da a todos como Madre.
Conocemos el gran silencio y eficaz servicio de José, el padre putativo de Jesús y el gran custodio de la virginidad de María. Conocemos a los doce apóstoles y a los discípulos que son enviados a anunciar su doctrina a los cuatro puntos del horizonte terrenal.
Por el Evangelio sabemos que Jesús se queda con nosotros, día tras día, hasta el fin del mundo. Nos da su gran sacramento que es su memorial y todos los demás sacramentos. «Todos los otros libros se me caen de las manos —dijo santa Teresita al final de su vida—. Solo abriendo el Evangelio encuentro el alimento que necesita mi alma.»
San Antonio abad, uno de los grandes fundadores del monaquismo en el desierto de Egipto, recibe su llamada abriendo el Evangelio al azar y leyendo: Ve, vende lo que tienes y dáselo a los pobres. Después ven y sígueme (Mc 10,21). Esta práctica ha sido muy seguida en el transcurso de los siglos por muchos santos y ayuda a muchos cristianos de los movimientos católicos actuales. Pienso en el grupo carismático francés Emmanuel. También en el Camino Neocatecumenal, esparcido por el mundo; de hecho, cuando Kiko Argüello, su fundador, hace una llamada a la misión, lo siguen familias enteras. En Manresa tenemos a una que vive en la vicaría de la parroquia de la Sagrada Familia y que tiene cinco hijos.
En el Evangelio aprendemos a orar, a meditar, a convertirnos y a predicar. Es el fermento de la humanidad, la buena nueva siempre esperada y extendida por el mundo. Sin el Evangelio serían inconcebibles la Iglesia, la vida consagrada, los mártires y los santos de todos los horizontes y de todos los carismas.
Un día el papa Francisco hizo poner unos montones de Evangelios de edición barata sobre unas mesas y dijo a todos los que lo había escuchado en la plaza de San Pedro del Vaticano que se los llevaran y los pusieran en el bolsillo.
Una chica de Roma, que había pasado una noche de placer en un hotel, se llevó el Evangelio de la mesita de noche. Volviendo a su casa en el metro, lo abrió, y le salieron las palabras: Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron (Jn 1,11). Quedó parada. A su lado estaba un sacerdote, Amedeo Cencini, que se dio cuenta del problema.
—¿Entiendes, esto? —le preguntó.
—No lo entiendo. ¿Por qué lo rechazan en su casa?
—Es largo de explicar. Te doy mi tarjeta y, si vienes el próximo sábado, te lo empezaré a explicar.
Y la chica, tocada por la gracia, no falló. Hizo la catequesis, recibió el bautismo, fue expulsada de su casa, y ahora es militante cristiana en aquella parroquia de Roma.
¡Ah, la fuerza de la palabra evangélica! ¡A cuántas personas ha convertido por todo el mundo! ¡Y a las que convertirá! Porque, como dice san Jerónimo, quien conoce las Escrituras conoce a Jesucristo, que es el único Salvador que tenemos.