Así como invocamos a María como «causa de nuestra alegría», de modo semejante podemos invocar al patriarca san José. Para el cristiano la gracia divina es la fuente primera y principal de aquella alegría a que el apóstol Pablo nos exhorta como un deber, fruto inseparable de la caridad teologal: «Alegraos siempre en el Señor». María es la Madre de la gracia, y por Ella nos viene de Cristo esta raíz profunda y esencial de la alegría cristiana.

Pedro Morales, jesuita hispanoamericano del siglo XVI, escribió: «Como María es nuestra madre, así por modo semejante y proporcional será José nuestro padre». Si nos sintiésemos siempre bajo la solicitud paterna de los virginales esposos, padres de Jesús en la Familia de Nazaret que se prolonga en la Iglesia, nos sería siempre fácil fructificar nuestra caridad en el gozo y la paz en el Señor.

Pero además el patriarca José será causa de nuestro gozo en virtud de su ejemplaridad, ya que Dios quiso mostrarnos en su vida al servicio del Hijo de Dios encarnado y de la Virgen Madre de Dios, el ejemplo más excelente de aquello que hace que el cristiano puede vivir gozoso en medio de las tribulaciones, dolores y pruebas que atraviesa nuestra vida en este valle de lágrimas.

El propio apóstol Pablo añade a su exhortación al gozo estas palabras: «No tengáis solicitud de cosa alguna, sino que en toda oración y súplica, juntamente con la acción de gracias, presentad ante Dios nuestras peticiones, ya que es Él quien tiene cuidado de vosotros» [Flp 4, 6].

La vida de san José según nos la refieren los Evangelios puede resumirse en una actitud de fidelidad plenamente disponible a los designios divinos, sin inquietarse nunca por la dificultad misteriosa de aquellos designios. Acepta con absoluta fe la generación, por el Espíritu Santo, de Jesús en el seno de su esposa Virgen, y asume la responsabilidad paterna hacia Aquél que el Ángel le anuncia como «el que había de salvar al pueblo de sus pecados».

No interroga ni vacila ante el hecho de que después Dios mismo le confía la salvación de aquel Niño de la persecución de Herodes. Va a Egipto sin saber cuándo regresará. Emprende el regreso sin saber a dónde deberá dirigirse.

No pierde la paz cuando aquel Niño permanece en el Templo, de nuevo sin aviso previo del designio divino. Y después de aceptar que aquel Hijo tenía que ocuparse de las cosas de su Padre celestial, nuevamente asume la responsabilidad de verle sujeto a María y a él mismo «como su padre» en Nazaret.

Servidor de la vida oculta y privada de Jesús, su nombre ya no es mencionado sino como recuerdo pretérito durante su vida pública. No sabemos cuándo murió, pues no hacía ninguna falta darnos esta noticia. Toda la vida de José permaneció gozosamente oculta en el cumplimiento de la divina voluntad.

Francisco Canals Vidal,
La Montaña de san José (noviembre-diciembre de 1990) 18